Continuación: El Nacionalismo Campesino a fines de la Guerra con Chile: Una revisión historiográfica de la ejecución del guerrillero Tomás Laymes

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4. Hacia una reinterpretación

Hay muchos comentarios que hacer a la cita anterior de Larson. De diversas maneras, esta cita condensa el pensamiento de toda una generación de historiadores que considera el fusilamiento de Laymes como una especie de línea divisoria en la actividad del general Cáceres y de sus partidarios frente a los campesinos y en el desarrollo de la política nacional en general. No cabe duda de que fue un acontecimiento de resonancia que se comentó en la prensa de Lima. Los historiadores regionales de la zona de Huancayo, como Tello Devotto, ya habían considerado desde muchos años antes la ejecución de Laymes como el “último episodio de la campaña de La Breña” (1944: 44). En un sentido que hoy se percibe bastante controvertido, las investigaciones de los setentas y ochentas hablaban del inicio de una situación novedosa, en el ámbito del poder nacional, a partir de la ejecución, expresada en el supuesto giro negativo que habría dado Cáceres frente a los guerrilleros campesinos con el propósito de adaptarse a la nueva coyuntura de lucha por la presidencia, que emergía una vez finalizada la guerra. Esta tesis fue adelantada, probablemente en forma primigenia, por el historiador Henri Favre (1975: 64 y s.). La repitió Heraclio Bonilla en su conocido artículo de diciembre de 1979 (Bonilla 1979: 29 y s.). Pero, como hemos referido, quien la desarrolló con mucho mayor detalle fue Nelson Manrique en su ya citado libro de 1981 sobre Las guerrillas indígenas en la Guerra con Chile. Publicados más recientemente, los trabajos de Patrick Husson (1992) y Florencia Mallon (1995) [22] dan muchas pistas que pueden ayudarnos a hacer una crítica, lo más rigurosa posible, a la cita de Larson anteriormente copiada, así como a las visiones de Favre, Bonilla y Manrique que, directa o indirectamente, están detrás de ella. También sería muy útil hacer algunas precisiones en el ámbito de la historia política.

Lo primero que habría que decir es que Cáceres nunca llegó a forjar “alianzas tácticas” (como dice Larson) con Iglesias. Sólo existieron conversaciones promovidas inicialmente por Diego Armstrong, secretario del jefe de las fuerzas de ocupación Patricio Lynch, que no expresaban sino el interés del gobierno chileno en lograr un acercamiento entre los dos líderes peruanos para evitar cualquier riesgo de cuestionamiento ulterior del Tratado de Ancón una vez producida la desocupación del Perú (Basadre 1983 t. VII: 9; Bulnes 1955 [1911-1919]: 321). De hecho, al revés de lo que dice Larson, la guerra civil no había concluido, sino que comenzaba un largo y violento proceso de lucha entre peruanos que terminaría recién con la toma de Lima por Cáceres en diciembre de 1885. También hay que señalar que Cáceres no “apostó por lo oligarcas costeños”, sino que mantuvo fuertes vínculos con destacadas personalidades del medio limeño, muchas de ellas civilistas, como Manuel Candamo y Carlos Elías, que llegaron a formar un Comité Patriótico que lo apoyaba logísticamente, según reconocen las mismas fuentes chilenas (Bulnes 1955 [1911-1919]: 139 y s.; 232). Estas personalidades se unieron a Cáceres en su etapa de candidato presidencial a fines de 1885 y a comienzos del año siguiente no sólo por los antecedentes de cooperación en las horas difíciles del conflicto, sino por su común animadversión frente a los rasgos represivos que había mostrado el gobierno de Iglesias, considerado achilenado por muchos peruanos que vivieron durante esa época, como fue el caso de Manuel González Prada (1978 [1914]: 84). Con relación a la “apuesta” por los hacendados serranos hay varias cosas que comentar. En primer lugar, Cáceres era un terrateniente ayacuchano que desde antes de la guerra tenía vínculos de parentesco y de amistad con los integrantes de este grupo social en muchas partes de la Sierra Central. Durante el conflicto, sus relaciones pasaron de la cooperación (sobre todo durante la primera mitad de 1882) a una feroz enemistad con muchos de ellos, a quienes llegó a acusar de traidores por ser partidarios de Iglesias y colaboracionistas. Este fue el caso del ya citado Luis Milón Duarte, a quien Cáceres atacó duramente en un oficio circular de abril de 1883 (Ahumada Moreno 1891: 172 y s.). Como han precisado Florencia Mallon y Nelson Manrique, hay por lo menos una evidencia documental de julio de 1884 —el mes de la ejecución de Laymes— de que Cáceres buscaba una reaproximación con los terratenientes, favoreciéndolos en la recuperación de bienes que habían pasado a ciertas comunidades en el desorden de la guerra (Mallon 1995: 205, 414; Manrique 1981: 364 y s.) [23]. También es revelador que, en su edición del 21 de julio de 1884, el diario El Comercio de Lima haya recogido una noticia del interior que decía que las haciendas de Leyve [¿Laive?], Canipaco y otras “que los montoneros habían ocupado, despojando a sus dueños” habían sido “entregadas a éstos de orden del general Cáceres” (24). Además de considerar a la propiedad como principio sagrado (lo que fluye claramente, por ejemplo, de su oficio contra Laymes del 26 de junio de 1884), es evidente que, concluida la guerra, como se dijo anteriormente, Cáceres buscaba una reestructuración de sus cuadros de apoyo con el doble propósito de asentar el orden (que él conocía) del tiempo anterior a la guerra, así como de conseguir un paralelo fortalecimiento militar y social para un escenario de confrontación con Miguel Iglesias. Esta reorganización no sólo incluyó aproximaciones a los terratenientes, sino también el gesto terriblemente duro de la ejecución de Laymes. Su lectura es, para nosotros, bastante clara: los guerrilleros brutales servían en un escenario de guerra total (como el que llevaron a cabo los chilenos en más de una ocasión), pero no para los fines de una guerra interna y mucho menos para la recuperación del equilibrio social. En este contexto (aunque seguramente no suscribiría los anteriores comentarios), Florencia Mallon ha expresado en forma muy lúcida que, entre agosto de 1884 y junio de 1886, Cáceres se reveló como un político muy inteligente para tratar a las belicosas montoneras de zonas altas. Su actividad consistió en reprimir a las montoneras independientes, y cultivar su alianza con los comerciantes, pequeños terratenientes y campesinos que formaban las guerrillas situadas cerca de Jauja y en las comunidades ribereñas del Mantaro. Se trató, en síntesis, de una modificación sustancial en el balance de fuerzas en el seno de las guerrillas de la región que le fue extremadamente útil a Cáceres, en 1885, durante la guerra civil contra Miguel Iglesias (Mallon 1995: 200 y s.) [25]. Esta autora aclara que está hablando de una política adecuada “desde el punto de vista de la unificación nacional” y no desde la visión e intereses que manejaban las “montoneras independientes” (entre las que incluye la de Laymes). Nosotros nos preguntamos: ¿podía pensar Cáceres en esas circunstancias terribles, luego de la guerra, en algo distinto de la unificación nacional? De otro lado, un aspecto crucial del comentario de Mallon es el que se refiere a la preferencia que tuvo Cáceres por los comerciantes, pequeños propietarios y comunidades de las riberas del Mantaro que actuaban como sus aliados en la nueva situación que se desarrollaba, dejando de lado a los comuneros díscolos de las alturas (como Laymes) y también en relativo segundo plano (y no como señala Larson) al grupo de los grandes terratenientes, debido a su reciente colaboracionismo.

Es injusto el comentario que Mallon hace sobre el olvido del heroísmo de los guerrilleros por parte del stablishment cacerista de la postguerra (Mallon 1995: 218) [26]. Esta apreciación no es en absoluto compatible con las palabras que Cáceres expresó el 28 de julio de 1888, siendo presidente constitucional, en la inauguración del Congreso Ordinario de ese año, donde comentó que de la instrucción primaria dependía “el levantamiento de la raza indígena, que tantas pruebas de valor y abnegación dio en la defensa de la honra nacional” (Cáceres 1888). Tampoco se compagina con el sentido de una carta que Cáceres dirigió a Clorinda Matto de Turner en febrero de 1890, a propósito de la publicación de la novela indigenista Aves sin Nido (27). Estas referencias refutan también la última parte de los comentarios contenidos en la cita de Larson (28).

Es claro que el complejo tema del nacionalismo campesino, superficial o auténtico, es el elemento que aparece asociado claramente a la movilización campesina promovida por Cáceres. En sus declaraciones, Laymes aparece hablando con un lenguaje prestado e inauténtico, que busca encubrir sus crímenes y su resistencia a ser encuadrado dentro de las estructuras jerárquicas que tenían en su cumbre a Cáceres y a los otros jefes del Ejército del Centro. En otros casos, el nacionalismo es claramente consistente o, por el contrario, deja paso a actitudes más asociadas a los odios de castas. ¿Dependía esta variabilidad de las diferentes circunstancias socioeconómicas de donde provenían los guerrilleros, así como de las características específicas que tuvieron la invasión chilena y la campaña de Cáceres en sus respectivos territorios? ¿La historiografía moderna, y también las fuentes de la época, proporcionan pistas para aclarar esta situación?

5. La influencia de las diferentes estructuras regionales en el vínculo de los guerrilleros con Andrés A. Cáceres.

En un pasaje de su libro De la guerra a la rebelión (Huanta, siglo XIX), Patrick Husson ha afirmado, con relación a la participación del sector indígena en la Guerra con Chile, que resulta “imposible generalizar tal o cual comportamiento a toda la sociedad india campesina cuando ésta presentaba ya, por un lado, una heterogeneidad cierta y que, por otro lado, se encontraba a menudo en situaciones concretas muy diferentes” (Husson 1992: 192).

Además del libro de Husson, que comentaremos más adelante, y en el caso específico del valle del Mantaro, creemos que es en el trabajo de Florencia Mallon publicado en 1995 donde mejor se aprecia el peso que tuvieron las situaciones locales concretas en las actitudes de los campesinos durante el conflicto. Lo primero que hay que decir es que, en términos muy generales, la totalidad de la Sierra Central tuvo desde la época colonial peculiaridades muy marcadas con relación a los espacios sur y norte del Perú. Por lo menos desde mediados del siglo XVIII fue una zona no sólo agrícola y ganadera, sino también comercial y con un importante componente mestizo. También fue un área donde los curas de pueblo tuvieron mucha capacidad de movilización política sobre las comunidades (O´Phelan 1988: 144-147). De otro lado, era un ámbito de comunidades fuertes y bien definidas. “En consecuencia, la movilización campesina en el caso de la Sierra Central fue efectiva en el respaldo a la resistencia enarbolada por Cáceres por el hecho de ser una región y contener una población más integrada a Lima y con un campesinado que al participar de relaciones mercantiles más intensas era ya el menos indio en la segunda mitad del siglo XIX” (Bonilla 1990: 216 y s.). En el caso específico del eje Jauja-Huancayo en el valle del Mantaro, Mallon detecta una fractura básica entre los campesinos, comerciantes y pequeños terratenientes indios y mestizos de las zonas bajas adyacentes al río, de un lado, y los campesinos de las alturas, de otro. En términos generales, el primer grupo tendía a ceñirse al comportamiento paternalista de las clases altas, además de ser más dinámico y móvil, en tanto que el segundo tenía tradiciones de independencia y de arraigo a la tierra mucho mayores. Mallon ha citado inclusive conflictos violentos en la inmediata preguerra, como el que se localizó en el sector sudoccidental del Mantaro, que enfrentó al pueblo ribereño de Chupaca con las comunidades de puna de los alrededores, a las que buscaba controlar (Mallon 1995: 182). Bonilla expresó en 1990:

“Mallon […] afirma que el desenlace de la guerra produjo en el movimiento campesino […] una doble situación en función a lo ocurrido durante los años del conflicto. En la parte norte del valle del Mantaro [en los alrededores de Jauja], donde la alianza entre los terratenientes y campesinos fue más durable, tuvo éxito una política de cooperación de los rebeldes dándoles satisfacción en la creación de demarcaciones distritales que en adelante podían mediar entre sus intereses y los del Estado. Pero en el sur tal arreglo no fue posible por el nivel alcanzado por la conciencia de los campesinos de esa parte del valle” (Bonilla 1990: 216).

Aquí comienzan las discrepancias entre el punto de vista de Mallon (al que se añade el de Manrique) y Bonilla sobre un tema verdaderamente crucial: las formas de nacionalismo desplegadas por los campesinos guerrilleros (en particular por los campesinos de puna) en esa porción del territorio nacional durante la Guerra del Pacífico. Se trataba, para comenzar, de un nacionalismo peculiar: Mallon ha llegado a decir que “los chilenos no eran enemigos por ser chilenos, sino porque invadieron y destruyeron ese terruño, el bien más preciado del campesino, la fuente de su vida y su subsistencia” (Mallon 1983: 91) [29]. Paradójicamente, este punto de vista tendría alguna compatibilidad con los comentarios anticampesinos del terrateniente Duarte, expresados en el contexto de la crisis de abril de 1882 (1983 [1884]: 34), así como frente a los informes del coronel chileno Estanislao del Canto, quien dijo alguna vez que “los indios querían más a sus animales que a Dios” (Bulnes 1955 [1911-1919]: 149). De otro lado, Bonilla no parece muy entusiasmado con la noción de aceleración del tiempo histórico a consecuencia de la invasión chilena, manejada por Manrique, que habría hecho aflorar fuertes lealtades nacionales por lo menos en parte de los campesinos (Bonilla 1990: 213). La extraordinaria carta de los jefes guerrilleros de Comas de abril de 1882 hace ver que, por lo menos en ciertos contextos específicos, los campesinos estuvieron delante de los terratenientes en su actitud de defensa del territorio patrio, considerándolo como algo más grande (aunque todavía en forma vaga) que el pueblo o el valle. Dicho documento contiene, además, un indudable sentido de justa indignación y de profunda decencia. No creemos posible asimilar este patriotismo casi poético en su expresión rudimentaria con la ferocidad de un líder guerrillero como Laymes que sin duda prefería los asesinatos, las mutilaciones y los robos a la redacción de documentos como el que aquí comentamos. En el peor de los casos, Laymes fue un delincuente. En el mejor, y según un patrón recurrente en la historia peruana, fue un líder guerrillero a quien el poder se le subió a la cabeza. En ambas situaciones, su patriotismo parece haber sido superficial, en la forma de un lenguaje prestado por Cáceres y sus oficiales. Finalmente, habría que señalar la importancia que tuvo el contacto con personas de una nacionalidad diferente (en hábitos, acento e inclusive rasgos externos) como desencadenante de estos sentimientos de patriotismo. El caso parece haber sido claro durante la Guerra del Pacífico, pero sin duda también se dio en tiempos de las guerras de Independencia (30). Hasta aquí hemos hablado con algún detalle del eje Jauja-Huancayo. ¿Qué ocurría en las poblaciones campesinas situadas más al sur, en Huancavelica y Huamanga? Recordemos, por ejemplo, que en su fulminante ofensiva de julio de 1882, que hizo correr en pánico a las guarniciones chilenas de Marcavalle y Pucará hasta Zapallanga, Cáceres estuvo acompañado por miles de guerrilleros oriundos de localidades en gran parte situadas en el área de Huancavelica, como Huando, Huaribamba y Pampas (Basadre 1983 t. VI: 293). A diferencia de Jauja, Huancavelica languidecía desde la época colonial “donde la sociedad, decapitada de sus elites económicas, empobrecida por el cierre definitivo de las minas y por las incesantes guerras civiles [permaneció durante el siglo XIX] en un estado de marasmo y ensimismamiento, poco favorable al espíritu de empresa” (Favre 1964: 241). En Huancavelica, en tiempos de la guerra, al decir del médico, paisano y amigo de Cáceres Luis Carranza, los indios habían “conservado ciertos hábitos de trabajo y subordinación” (Manrique 1981: 25). De otro lado, el quechua que se habla en el valle del Mantaro es una lengua diferente de la utilizada en Huancavelica y Ayacucho (Manrique 1981: 51). ¿Podrían estas diferencias explicar tal vez por qué un oficial chileno de tránsito por un territorio esencialmente huancavelicano haya dicho, en noviembre de 1883, que “todos los indios de Huanta a Huancayo están sublevados. Los pocos con quienes pudimos entrar en contacto declararon que su objetivo no era combatir a los chilenos, ni a los peruanos partidarios de la paz, sino a toda la raza blanca” (Favre 1975: 63). Es probable que en Huancavelica hayan coexistido comunidades con una conciencia antichilena y anticolaboracionista muy clara, junto con otras, por lo general localizadas en las zonas más atrasadas y aisladas, cuya motivación hubiese sido únicamente la lucha de castas contra todo elemento blanco. Esta dualidad parece desprenderse de dos documentos suscritos por Cáceres a fines de 1883. Ambos han sido reproducidos en el apéndice de este trabajo. El primero, fechado en noviembre, felicita claramente al pueblo de Acostambo por haber combatido contra los enemigos “de fuera y de dentro del Perú”:

“Por mi parte, jamás olvidaré esta lección que puede calificarse de providencial, y desde cualquier punto en que me arroje el destino, tendré una palabra de aplauso y un sentimiento de admiración para los pueblos del Centro y especialmente para el distrito de Acostambo que tantas pruebas de grandeza y valor ha dado en estos últimos años (Ahumada 1891: 329).

El segundo documento, de diciembre de 1883, parece referirse a una “tremenda conmoción de los indígenas ” en actitud hostil “contra la raza blanca” en la zona de Tayacaja en general (Ahumada 1891: 329 y s.). Es notable que este último documento haya sido casi ignorado por los investigadores del tema.

Cáceres obtuvo su apoyo de los campesinos con conciencia nacional relativamente desarrollada pero también, sobre todo al principio, de guerrilleros proclives al desencadenamiento de guerras de castas, hostiles al mundo occidental, en un equilibrio que debió sentir siempre como muy precario. También aparece muy claro que, a partir de julio de 1884 se decidió a controlar los desbordes y privilegió su alianza con los guerrilleros que aceptaban encuadrarse, en mayor o menor medida, dentro de los estructuras de su ejército ¿Las relaciones de Cáceres con este tipo guerrilleros se mantuvieron inalteradas hasta después de la ejecución de Laymes?

6. Relaciones entre Cáceres y los guerrilleros después de la ejecución de Laymes

Hay muchas evidencias de que la ejecución de Laymes no significó una disminución de la devoción casi fanática que muchos guerrilleros sentían hacia el general (y posteriormente presidente) Cáceres. Según Mallon, entre noviembre de 1884 y febrero de 1885 (cuando Cáceres se encontraba replegado en Arequipa, antes de su segundo y exitoso ataque a Lima), las guerrillas campesinas del valle del Mantaro fueron la única resistencia efectiva contra las fuerzas iglesistas del coronel Mas que subían desde la costa (Mallon 1995: 208) [31].

En una comunicación oficial suscrita en Huanta, el 19 de diciembre de 1884 por el citado coronel Mas, comandante general de la Primera División Pacificadora del Ejército del Centro, dirigida al prefecto de Ayacucho, aparece esta referencia a la acometida de “falanges de montoneros”: “Hoy desde las 9 a.m. fuimos atacados por todos los […] rebeldes, que con una tenacidad digna de mejor causa nos hacían resistencia” (32).

No debe creerse que estamos hablando únicamente de campesinos dóciles. Abundaban también los guerrilleros que, si bien tenían una vinculación de respeto y de obediencia personal frente Cáceres, no dejaban de constituir una fuerza díscola con escasa disciplina militar, que era proclive a los saqueos y a la acciones de fuerza, y que no siempre obedecía automáticamente a los oficiales blancos o mestizos del Ejército del Centro. Esta circunstancia queda claramente reflejada en el interesante informe que el representante iglesista Aramburú hizo de su viaje a Ataura (Junín), que tuvo lugar el 6 de julio de 1885 en el marco de unas frustradas negociaciones de paz en un intermedio de la Guerra Civil:

“Un incidente vino a contrariarnos: por falta de precauciones, una guerrilla de tropa irregular, hizo alto a la comitiva, amenazándonos con romper los fuegos, lo que habría hecho, si los ayudantes que acompañaban a los comisionados del general Cáceres no lo hubieran impedido, aún con riesgo de su vida, pues se revolvieron contra ellos las armas.

Desde ese momento comprendí que íbamos entre líneas indisciplinadas, lo que se confirmó con la repetición, por dos veces más, del mismo peligro […]

Mal preparados los ánimos y por ausencia completa de tropas regulares, a nuestra salida de Ataura, un grupo de montoneros se permitió amenazarnos, y quizá si hubiésemos sido víctimas de él, si no se interpone con frases suplicatorias el coronel Morales Toledo y otros que lograron evitar un crimen horrendo” (33).

Aún más interesante es el episodio de una curiosa reacción de Cáceres ante la ocasional aparición de tratos de tipo casi horizontal con sus guerrilleros, que sin duda conduce a matizar el cuadro de relaciones puramente paternalistas que existían, a nuestro entender, de modo predominante. Cuando, frente a Cáceres, Aramburú pidió privacidad para las negociaciones a las que asistía un ruidoso auditorio de guerrilleros, aquél le respondió que “cuanto pensaba y decía debían saberlo” (34).

También consta que fueron guerrilleros, férreos partidarios de Cáceres, quienes, en noviembre de 1885, cortaron los puentes sobre el río Mantaro siguiendo sus órdenes, con el objeto de aislar a las fuerzas iglesistas del coronel Gregorio Relayze en una maniobra que fue conocida después como la huaripampeada (Mallon 1995: 209). Del 9 de octubre de ese año es una comunicación originada en la “comandancia de las guerrillas de Colca”, reproducida por la prensa de Lima y dirigida probablemente al propio Cáceres:

“Acabo de tener conocimiento de que las fuerzas traidoras de Lima, se han aproximado a las quebradas de Canta y Huarochirí.

Inmediatamente que llegó esta noticia al distrito, reuní a los guerrilleros del pueblo y pasé circular a los demás convocando para el día de hoy, a los capitanes y oficiales más caracterizados.

Reunidos esos en la plaza, resolvieron acuartelarse inmediatamente para limpiar sus armas y esperar la orden de marchar sobre ese cuartel general.

Lo que comunico a … siéndome grato manifestarle que el entusiasmo de los valientes guerrilleros es mayor que antes y que los guerrilleros de Vilca, Moya y Carguacallanga, según datos que he recibido, habiendo terminado sus sembríos, se encuentran en la misma disposición que los de mi mando, para dirigirse a ese cuartel general y acabar con los incendiarios y traidores achilenados” (35).

Cabe destacar que Colca fue el área donde Tomás Laymes y sus seguidores llevaron a cabo la mayor parte de su actividad entre 1883 y el año siguiente.

Refiriéndose al norte del Perú durante el levantamiento de Atusparia (iniciado en marzo de 1885), y ante las evidencias de una conjunción de fuerzas de los campesinos con sectores caceristas, el acucioso historiador William W. Stein se pregunta: “¿No se habían dado cuenta del cambio de Cáceres de ocho meses antes? ¿O era que la aureola populista de Cáceres duró más en el Callejón de Huaylas?” (Stein 1988: 102). Este autor se refiere a una eventual difusión de la noticia de la ejecución de Laymes entre las poblaciones andinas, pero lo más probable es que los campesinos de Ancash ni siquiera hayan conocido el nombre de este personaje.

Para el área de Huanta, tenemos el texto de una carta, plena de afecto, que Cáceres dirigió al comandante de guerrillas Fernando Sinchitullo, fechada en Lima, el 5 de febrero de 1893. Sinchitullo había sido jefe guerrillero, en forma continuada, desde el tiempo de las luchas contra la expedición del coronel chileno Martiniano Urriola en la segunda mitad de 1883 (Husson 1992: 174 y s.; 195). Aun después de la caída política de Cáceres, que tuvo lugar en 1895, los pierolistas fruncían el ceño cuando descubrían que los campesinos de Huanta todavía se alzaban “magnetizados con el nombre de Cáceres” (Husson 1992: 198).

Aunque en un tono bastante exagerado, el mismo Presidente Iglesias expresó en su Manifiesto del 13 de julio de 1885, en un tiempo posterior a la ejecución de Laymes, que Cáceres andaba “de puna en puna, pregonando la guerra de razas, envenenando el alma de los infelices indígenas […] y exaltando, a la voz de comunismo, a las indiadas” (Iglesias 1885: 8 y s.). Lo que cabe rescatar de esta cita es la inalterable continuación de la relación de Cáceres con los guerrilleros en la posguerra.

Un elemento que debe de tenerse en cuenta para explicar la tan perdurable lealtad que los campesinos movilizados tuvieron a Cáceres (en un tiempo incluso posterior al fusilamiento de Laymes), y también a varios líderes caceristas de la posguerra, fue el proceso de selección de los jefes guerrilleros. Husson comprueba que

“los jefes indígenas de las guerrillas de 1883 no eran campesinos cualquiera, escogidos al azar o enganchados a la fuerza, sino indígenas que representaban características sociales determinadas. En efecto, si se retoma la estrategia de reclutamiento elaborada por Cáceres, nos damos cuenta que ésta se basaba en un conocimiento preciso de la sociedad campesina y de su organización” (Husson 1992: 193).

Los indios escogidos gozaban de la confianza de los blancos y tenían prestigio entre los campesinos, e inclusive se podía decir que eran líderes. Por lo general eran prósperos y tenían mucho que perder con la invasión chilena (Husson 1992: 194). Si bien se trata de una observación de extraordinaria importancia, que incluso es generalizable al valle del Mantaro (donde Cáceres tenía una tía terrateniente), creemos que Husson deja equivocadamente, en segundo plano, la enorme fuerza de las relaciones paternalistas que existieron en esa área y que tuvieron en la sierra un peso que sin duda él no toma en cuenta por su nacionalidad y por su matriz cultural. De otro lado, su hipótesis central es mucho más interesante: los indios guerrilleros, y en particular sus jefes, desarrollaron desde la Guerra del Pacífico una ilusión de inclusión en la sociedad blanca por haber adquirido ciertos derechos y cierta estabilidad social derivados de su leal colaboración bélica (Husson 1992: 213). Para ellos, los terratenientes caceristas, que los habían inicialmente escogido y organizado como guerrilleros, eran una garantía para el equilibrio de ese orden, típico del Segundo Militarismo (1884-1895) que a la postre fue arrasado en los nuevos tiempos de la naciente República Aristocrática (1895-1919) dominada por otros actores nacionales.

Conclusiones

Creemos que existieron diversas variantes en la conciencia campesina durante la Guerra del Pacífico con relación al tema nacional. Estas variantes dependieron de rasgos locales específicos, tales como el mayor o menor dinamismo económico interno de las poblaciones, la mayor o menor vinculación con la economía comercial de la costa, la posición de los curas de pueblo, la debilidad o fortaleza de las comunidades, la existencia de grandes o de medianas y pequeñas propiedades, la existencia de un patrón cultural de altura o de zonas bajas (junto a los ríos y a las comunidades mistis), la exacerbación o atenuación de relaciones sociales paternalistas y serviles, entre los principales. En primer lugar, hay que hablar del notable afloramiento parcial de un sentimiento de Patria, que fue objetivo en muchos casos y que englobaba a distintos sectores sociales y regiones del Perú. Se trataba de un espíritu que, si bien no estaba totalmente maduro, podía considerarse perfilado. En otros casos, probablemente los mayoritarios, la idea de Patria estuvo asociada a la comunidad, a las chacras, a los animales, a la seguridad de las mujeres, y a la región geográfica inmediata. La invasión chilena había puesto en peligro todo el equilibrio de la vida cotidiana, así como la existencia misma de los habitantes, lo que determinó la movilización de los campesinos y su cooperación con las fuerzas de Cáceres. Otras situaciones reflejaron un uso más bien superficial y retórico de la idea de Patria, con un lenguaje prestado, y que ocultaba rivalidades de clase, sobre todo contra el sector terrateniente, o simples pulsiones delincuenciales expresadas en el deseo de prolongar indefinidamente el desorden de la guerra para lucrar de él (como pasó en el caso Laymes). Finalmente, en el nivel más bajo, encontramos casos de ausencia de sentimientos de Patria acompañados de odios étnicos ciegos contra lo blanco y lo occidental, fuese peruano o extranjero, fuese colaboracionista o no. Debe recordarse que, para 1883, hay evidencias contundentes, contenidas en documentos de la época, que hablan de la ejecución de blancos que habían sido partidarios de Cáceres y de la resistencia contra los chilenos. Todas estas situaciones coexistieron a veces incluso en los mismos departamentos, lo que explica la confusión que todavía ocasiona cualquier aproximación a la dinámica social de la campaña de la sierra. Lo anterior explica también por qué había campesinos que se arrodillaban y besaban las manos de Cáceres, y por qué hubo otros claramente reacios a ser encuadrados verticalmente dentro de la organización militar cacerista.

Otra conclusión de este trabajo es que el caso Laymes no afectó esencialmente la relación de Cáceres con los guerrilleros del centro cuyos cuadros organizó durante la Guerra del Pacífico. Citando al historiador británico Edward Hallett Carr, definitivamente los “grandes hombres”, como el Cáceres que aprobó la ejecución de Laymes, apremiado por la necesidad de restaurar el equilibrio social y de afirmar la unidad, no tienen por qué ser “casi invariablemente hombres perversos”. El prestigio y el arraigo popular de este personaje entre sus guerrilleros indígenas se mantuvieron inalterables hasta las postrimerías del siglo XIX.

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