For democrats everywhere, the only comfort is that even rulers-for-life don’t live for ever.
The Economist
Key Words: Putin, Russia, Politics and Power.
Hay quienes lo tildan de dictadorzuelo, sátrapa o diablo siberico. También hay quienes lo reconocen con respeto y hasta cierta huachafesca admiración. Sin embargo, muchos de estos juicios respecto al presidente ruso, Vladimir Putin, son por decir lo menos, controvertidos. Aquello, gracias a la pobre información que se tiene respecto a su persona y su accionar político desde y detrás de los cauces institucionales.
Gran parte de la responsabilidad recae en los medios de comunicación, incluidos los que se ponen el calificativo de “serios”, ya que raramente logran mantener la objetividad periodística como el eje de su actividad. Pues, en lugar de ofrecer datos verídicos en lo concerniente a Putin, o cualquier otro líder político de enjundia, suelen irse por la formulación de espejismos, astuta propaganda dirigida a un público amodorrado que ha hecho de las medias verdades o redomadas monsergas, conocidas coloquialmente como fake news, una de sus fuentes preferidas de conocimiento.
De ahí que lo que se pueda decir respecto a Vladimir Putin deba ser siempre formulado con sospecha y una sana incredulidad sobre los hechos “conocidos” si es que, claro está, se desea aproximarse al exigente concepto que los rusos conocen bajo el nombre de “pravda” o, traducido al español, “verdad”.
A ese respecto, y más allá de los tintes políticos que uno pueda tener, resulta evidente que Vladimir Putin es uno de los personajes más relevantes del siglo XXI y que sus recientes movidas políticas, las mismas que van desde la renuncia del consejo de ministros liderado por Medvedev hasta oscuros proyectos de reforma constitucional, junto a la efeméride, feliz o no, de sus veinte años a cargo de la política rusa, convirtiéndolo en el político ruso con más tiempo en el poder después de Stalin, sobradamente justifican el interés sobre su persona y a lo que ésta podría llegar a ser en lo sucesivo.
Su ingreso oficial al establishment ruso se dio en 1999 cuando Boris Yeltsin, presidente por aquel entonces, lo nombró primer ministro. Cuatro meses después, en las vísperas del nuevo milenio, Yeltsin renunció al cargo y dejó en su lugar al novel premier, Vladimir Putin, que en las elecciones presidenciales del 2000 arrasó en las urnas con el 52,94%. La hazaña se repetiría, y magnificaría, en las elecciones del 2004 en las que ganó con un nada despreciable 71,31% de votos (la posibilidad de fraude electoral no debe ser descartada en ninguna de las dos elecciones, aunque esto de modo atenuado debido a un real margen de popularidad que tuvo durante ese tiempo).
Con fraude o sin él, Putin en sus comienzos era visto como la clase de político que Rusia necesitaba, alguien preparado, en cuyo interior se mezclaba la nostalgia por lo mejor de la Unión Soviética con la voluntad modernizadora del capitalismo occidental. Algo así como el prototipo de zar que todo el mundo quería durante los años de la Rusia imperial, un reformador antes que un revolucionario, un puente que pusiese al alcance de los rusos lo mejor que tenía para ofrecer Europa, es decir, la cultura y los lujos; sin renunciar en el proceso a la misma esencia de la motherland, la madre patria.
El primer gran ejemplo de aquello se dio durante el corto interregno en el que Putin estuvo a cargo del premierato, periodo en el que demostró ser el “tipo duro” que muchos querían ordenando el ataque a Chechenia con el propósito de terminar la segunda guerra entre ambos países y garantizar la unidad federativa de Rusia. Hazaña controversial que, además de granjearle la popularidad que necesitaba para su futuro proyecto político, lo consolidó como digno heredero de la KGB, el servicio de inteligencia soviético; que, valga la aclaración, llegó a efectivamente servir en ella como coronel para después pasarse a la FSB, el “Servicio Federal de Seguridad”, cuando ésta clausuró sus puertas.
Así pues, visto como un líder sólido, Yeltsin le entregó el poder seguro de la lealtad de Putin hacía los mejores intereses de Rusia. Confianza que no defraudó dados los frutos que cosechó en su primer mandato, pues una vez que fue electo presidente en las urnas, Putin trabajó en la estabilización doméstica a través del fortalecimiento de la autoridad pública, el crecimiento económico y la pacificación de los territorios. Todo gracias a políticas duras, sostenidas principalmente por las abundantes ganancias provenientes de la explotación petrolera y demás recursos energéticos a disposición del capital ruso que, por aquel entonces, estaban en su mejor momento.
Posteriormente, y contando ya con una base solida de gobierno, el presidente Putin proyectó una agenda internacional ambiciosa que, junto con China y otros países, pusieron fin al unilateralismo estadounidense que venía funcionando desde el término de la segunda guerra mundial. Movida crucial que permitió el regreso de Rusia a la escena internacional en condiciones de un multilateralismo altamente competitivo que hasta el día de hoy viene funcionando de forma más o menos exitosa, véase por ejemplo el conflicto entre Estados Unidos y Venezuela, donde de no ser por el apoyo de Rusia y China al país llanero éste hubiese padecido un intervencionismo grotesco, propio del siglo pasado.
Evidentemente, tras veinte años de gobierno las condiciones en las que Putin entró como presidente no son las mismas que se dan en estos momentos. Para empezar, el poder internacional de Rusia se ha fortalecido a tal punto que son pocos los países que pueden ponerle un pare, la Unión Europea, y los países que la integran, no se encuentra dentro de éstos y si no véase la anexión de Crimea para el caso. Además de ello, el poder de Putin es hasta un extremo incuestionable para cualquiera, de ahí que ante el fin de su mandato son muchos quienes apuestan por la continuidad de éste bajo algún tipo de jugarreta legal, poniendo en cuestión un tema interesante que es el relativo a la calidad democrática que experimente Rusia actualmente.
A ese respecto, no cabe duda de que en Rusia todavía persisten los rezagos del autoritarismo zarista. Aunque, a decir verdad, tampoco quedaba de otra, pues dadas las particulares condiciones del país: su violentísima historia, lo vasto de su geografía, las peligrosas relaciones con sus vecinos y un largo etcétera; o Rusia desembocaba en un autoritarismo de corte absolutista o lo hacía en uno de corte conservador, un régimen liberal necesariamente hubiese sido catastrófico ya que el mismo acabaría implosionando al país en diferentes partes, prueba de ello fue el dramático caso de los últimos años de la extinta Unión Soviética en los que ni siquiera se aplicó un plan liberal sino una mera apertura liberalizadora.
De ahí que los veinte años de Putin en el poder podrían ser calificados como los de un conservadurismo populista donde el mandatario además de mantener cerca a las clases más privilegiadas del medio, (empresarios, militares, clero y aristócratas), participaba en una relación directa con el pueblo, especialmente con las clases medias urbanas que son las que a fin de cuentas salen a protestar cuando las cosas empiezan a ir mal. Situación que, por otro lado, se ha vuelto recurrente dada la baja en los precios de petróleo que explicaban buena parte de la bonanza económica de Rusia de los últimos años.
Por ello no sorprende en lo absoluto el precario margen para el disenso que tanto se acusa al régimen ruso. La prioridad para Putin, pareciese ser, el mejor funcionamiento del Estado, y si para ello tiene que reprimir al pueblo, con violencia inclusive, lo hará. Y es que, una vez más, Rusia no es una democracia plena y todo parece indicar que tampoco tiene la voluntad de convertirse en una. Sí existe el interés de conducir el régimen hacia cauces más democráticos, sea esto por un viejo anhelo de asemejarse al resto de sus pares europeos o, simplemente, a un ejercicio de realpolitik que aspira a legitimar el poder dentro y fuera de sus fronteras. Lo que no existe son las condiciones para que un viejo imperio, tan extenso como para alcanzar dos continentes, se transformé de un día para otro en algo que muy pocos llevan dignamente. El ideal del pueblo autodeterminándose queda todavía lejos de Rusia como también de buena parte de las democracias formales del globo.
Cualquiera sea el caso, en lo que le queda de mandato constitucional, Putin, de seguro buscará dos cosas: remontar a su país del inmovilismo económico en el que se encuentra, valiéndose de su posición internacional; y, crear las condiciones para una sucesión exitosa que brinde sostenibilidad al proyectó que emprendió veinte años atrás. Lealtad y ambición serán los criterios que en su momento empleará para medir las aptitudes del siguiente al mando.
Puede que para esto último requiera más tiempo del que ya tiene, pero eventualmente lo hará; la tan mentada “eternalización” es imposible, ningún ser humano podría con tanta responsabilidad por tantísimo tiempo, y Putin, por más que se quiera crear un mito en torno a su figura, no es más que eso, alguien que vive, sangra y envejece. O, como se diría en The Economist, existe el consuelo de que los eternos gobernantes no viven para siempre. Sería pues una gran pena que veinte años de gobierno, con sus logros y fracasos, se vean empañados por un delirio inalcanzable, y creo que Putin está al tanto de aquello. La respuesta a lo que vendrá está tan solo a la vuelta de la esquina.