El debate electoral difícilmente decide una elección. No lo hace porque desde el primero que se realizó en la historia, en 1960, entre John Kennedy y Richard Nixon, ningún candidato dejó al libre albedrío este evento ritual de las modernas campañas electorales.
Esto en el Perú, con respecto a la representación política en regiones y municipios, ha sido acompañado por otro proceso. El cada vez reemplazo del político por el técnico, la lista de un partido por una lista de candidatos que recién se conocen y la dinámica de confrontar ideas por (en el mejor de los casos) por la exposición de planes.
Este cruce de planos se observa en el Perú desde el primer debate electoral que se inauguró justamente en un proceso electoral municipal en Lima, en 1966, entre Luis Bedoya Reyes quien iba a la reelección por la alianza AP-DC y el candidato de la oposición Apra-UNO Jorge Grieve. Político el primero y técnico el segundo. Militante el primero, invitado el segundo. Pero era también un debate en el formato de polémica, facilitado por la presencia tan solo de dos candidatos. Formato de confrontación que era el que se ajustaba a la era del imperio de la televisión.
Posteriormente, los debates municipales televisivos se redujeron en número y crecieron en participantes, llegando a tener, como en esta elección, más de una decena de participantes.
Pero en esta ágora creada por la televisión, las lógicas son distintas cuenta el aspecto, el tono, la gestualidad y menos la propuesta o, como suele demandarse, el programa. Es decir, el lenguaje no verbal resulta siendo indispensable. Por eso los debates se recuerdan por aquello que llega a los sentidos y no tanto a la cabeza.
La paradoja del debate electoral es que por un lado se exige su realización con la premisa de que este se constituya en el espacio en la que los candidatos proporcionan propuestas y planes que guiarán su desempeño como autoridad elegida y, de esta manera, el elector evalúe y tenga mejores argumentos para desarrollar un voto informado, un voto de calidad. Pero, por otro lado, es lo que menos apreciará el televidente. Un debate sobre transporte, seguridad, servicios municipales, por señalar al azar algunos temas, puede hacerse tan especializado que, salvo un pequeño grupo, terminará por no ser entendido y menos asumido por el elector. Lo especializado en el conocimiento reemplaza a las ideas globales y tomas de decisiones.
Un debate abierto y libre, cara a cara, con tiempos iguales, sería el más próximo al debate político clásico, en el que ganaría el que combinaría el discurso con la forma. Es el que desarrolla el típico polemista. En algunos casos la diferencia está en estas destrezas. Por esta razón, los asesores tratan de minimizar las diferencias, como los riesgos. Esta situación lleva a regular el debate hasta lo más mínimo y a formalizarlo en extremo, perdiendo toda espontaneidad.
Pero con un listado de temas especializados y un número alto de participantes resulta ineficaz hasta para los propósitos más entusiastas y hasta para el mismo medio televisivo que muchas veces ni lo transmite. Si lo realiza una entidad pública es imposible no invitar a todos y si lo hace algún privado (medios, por ejemplos) no deja de ser complicado escoger.
En todo caso, en nuestro país, dadas las negociaciones y el número de candidatos no hay manera de que el debate no devenga en una seguidilla de exposiciones. Por lo demás, quizá la pregunta después de los debates no sea –como comúnmente ocurre– quién ganó, sino si los electores han visto el debate y si a partir de allí han decidido votar por alguien o cambiar su voto (La República, 25 de setiembre del 2014).
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