El apoyo obtenido lo coloca en un nivel superior al que consiguió él o su agrupación política en la segunda vuelta electoral de 1990, las elecciones al CCD y el Referéndum. Pero además, el resultado sanciona de manera definitiva, el vuelco total en la geografía electoral peruana en relación a la década pasada y constitucionaliza a un presidente que había salido de los marcos democráticos, en 1992.
Se demuestra, una vez más, de manera contundente que ningún candidato presidencial pierde una reelección en América Latina. Esto que inicialmente puede parecer menos importante, no lo es pues colocó al proceso electoral en el nivel menos competitivo de la última década y media. Nadie puede competir contra un candidato que tiene el mayor poder en un país y que lo utiliza para su propia campaña. Sin embargo, esto sería insuficiente para explicar el triunfo abrumador del ingeniero Fujimori. Su éxito -sin discutir aquí los métodos ni los resultados últimos- se basó en aplacar los dos terribles problemas de la sociedad peruana: crisis económica con hiperinflación y terrorismo. Esos dos elementos erosionaron a la sociedad peruana en toda la década pasada y la clase política peruana fue incapaz de resolverlos. Lo que hundió al sistema de partidos peruano, es lo que ahora le permite a Fujimori mantener un respaldo abrumador. Lo importante, más allá de que esto sea verdad o no, es que la mayoría del electorado considere a Fujimori como el presidente que le ha entregado estabilidad económica y seguridad ciudadana. A ello hay que agregar que, el presidente en ejercicio, después del Referéndum desarrolló una intensa campaña al más puro populismo inaugurando obras públicas en todo el país. Nada, posteriormente, le hizo mella. Ni el golpe de Estado de 1992, ni la alianza con la cúpula militar, ni la separación teñida de escándalo con su esposa Susana Higuchi, ni las flagrantes denuncias de los derechos humanos, ni el manejo desmedido de los recursos públicos para apoyar su campaña, ni mucho menos la discutible participación en el conflicto con el Ecuador. Si el apoyo de Fujimori, en 1990, se basó en un voto negativo -voto en contra de Mario Vargas Llosa-, en esta oportunidad lo convirtió en un voto positivo -voto a favor de su candidatura- que lo catapulta a un nivel de apoyo político incuestionable. La confianza en su gestión se ve reforzada en el apoyo también considerable de su lista parlamentaria, más allá que ésta consiga mayoría propia.
Como se ha podido observar en la geografía electoral dibujada el 9 de abril, Cambio 90/Nueva Mayoría fue la única agrupación que se preparó de forma anticipada para estas elecciones con el objetivo de conseguir la reelección presidencial y una mayoría parlamentaria, tejiendo un trabajo efectivo en aquellos lugares en donde obtuvo poco apoyo en el Referéndum. De esta manera, logró conquistar la mayoría en todas los departamentos, tanto en Lima como en provincias.
Muy por debajo se colocó la candidatura opositora de Javier Pérez de Cuellar. Su candidatura no llegó a despegar en ningún momento, teniendo como techo un respaldo algo superior a un quinto del apoyo electoral. Aquello que el trató de mostrar como ventaja, la concertación con otras corrientes políticas, fue percibida como un encubrimiento de los partidos políticos, muy traídos a menos en los últimos tiempos. Pero, desde otra perspectiva, distanciarse de ellos lo colocaron como una candidatura no unitaria de toda la franja opositora, cayendo preso de la persuasiva campaña anti-partido que se ha ejercido con tanta eficacia, en el Perú, desde 1990. La figura prestigiada del diplomático peruano no caló en un electorado, acostumbrado en los últimos años a una prédica populista, caudillista y pragmática. Asimismo, recayó sobre él aquella propaganda oficialista que lo acusaba de falta de desición, coraje, conocimiento del país e independencia política. El macartismo trasnochado, que en otras latitudes no tiene más lugar, aquí jugó un papel en contra de la UPP. Sin embargo, vale la pena recordar que ningún candidato hubiera podido competir exitosamente contra un presidente-candidato que ha tenido, a ojos de la mayoría ciudadana, éxitos en materia económica y antisubversiva, y hacer uso del poderoso aparato del estado para su propia campaña. Así y todo la UPP se coloca como la primera fuerza de oposición, aunque esta dependerá de la composición de su lista parlamentaria. Es difícil que puedan tener una participación unitaria al interior del Congreso, justamente por lo variopinto de su formación, que ahora que ha sido derrotada muy poco las une.
Las candidaturas de Toledo (CODE) y Belmont (Movimiento Obras) fueron menos de lo que reflejaban las campañas, colocándose muy lejos de las otras dos candidaturas. En el primer caso, la exposición de su figura y pensamiento por un largo trecho mostraron las debilidades de un candidato que trató de sacar ventaja del problema étnico -reportándole réditos en algunos departamentos de la sierra- pero insuficiente para conseguir un apoyo sólido y extendido a nivel nacional. En el caso de Belmont, se trató del candidato opositor más radical. Su ventaja como comunicador no le fue suficiente para ganar un espacio a nivel nacional. La cantidad de mítines que encabezó y que mostró profusamente por medio de su propaganda, no eran sino espejismos en los que se ocultaba el poco apoyo que concentró fuera de los linderos de Lima y el Callao. Sino fuera por estos dos centros electorales, tendríamos una candidatura que no hubiera superado la unida porcentual. Incluso Lima, capital que le otorgó dos abrumadores votaciones en 1989 y 1993, le dio la espalda favoreciendo a Fujimori.
Otro es el caso de los partidos políticos. En conjunto suman alrededor del 7% del apoyo ciudadano y a nivel parlamentario el 15%. Es el mayor fracaso electoral de un grupo de organizaciones que representaban hasta hace poco la gran mayoría de adhesiones electorales. El PAP, AP, PPC e IU están a un paso, sino ya lo cruzaron definitivamente, de desaparecer definitivamente de la política peruana. No lo hacen aun -pese a que desaparecen del registro de partidos políticos y por lo tanto tienen que volver a inscribirse- por que tienen representación parlamentaria. La derrota de los partidos políticos no tiene atenuantes. El grado de responsabilidad que tuvieron en el período anterior es mayúsculo y el electorado mayoritario se distancia cada vez más de ellos. Su automarginación de la competencia electoral de 1992, lo alejó de un Parlamento que mostró a otras figuras y grupos que aunque menores en calidad y organización, colocó en el olvido por ausencia de los antes poderosos partidos políticos. El domingo es un elemento que jugó en su contra.
Finalmente, en el momento de la euforia del oficialismo es cuando es necesario señalar algunos peligros y no sumarse a la algarabía que tiene ya muchos practicantes. Si bien es cierto que los partidos políticos en varias partes del mundo están no sólo cuestionados sino en franco retroceso ante la aparición de nuevas fuerzas políticas, también es cierto que no se ha inventado o creado ninguna institución que los reemplace como mediadores entre el estado y la sociedad civil. No existe sistema político moderno que no se base en partidos políticos. Aquella tesis -esgrimida por el presidente Fujimori- que supuestamente relaciona de manera directa a un presidente con una sociedad no organizada y amorfa, no es nada más que la tesis del liderazgo carismático y autoritario que tantas veces se ha repetido en la historia latinoamericana. No hay nada nuevo en esta propuesta, que conduce inexorablemente a la necesidad del líder a concentrar cada vez más poder y a mantenerse en él. No sería pues nada raro que en corto tiempo, alguno de los voceros del fujimorismo demande la reelección ininterrumpida de Fujimori, como ya lo hizo hace más de 60 años Augusto B. Leguía. ¿Se expondrá el presidente Fujimori a que surja un coronel Sánchez Cerro?
(El Mundo 12 de Abril de 1995)