Nuestra forma de gobierno está mutando, pero de una manera inversa a la de otros países del continente. Observando la región, se habla con más recurrencia acerca de una suerte de “hiperpresidencialismo”, donde mandatarios con liderazgos carismáticos se mueven en la frontera difusa de sus prerrogativas como jefes de Estado y de Gobierno, inclinando la balanza a favor de un Ejecutivo fuerte. Algunos cruzando el Rubicón del que ya no se regresa, el autoritarismo.
En el Perú, sin embargo, el presidencialismo tiene incrustaciones de mecanismos propios del parlamentarismo, sin llegar a serlo. Pero son eso: incrustaciones, no un diseño adecuadamente moldeado. Pero, la dinámica irresponsable de los políticos en un diseño institucional deforme como el nuestro, inflama inevitablemente la relación entre los poderes del Estado. El ciclo iniciado en 2016 puso a prueba esta forma de gobierno, sacando a relucir todas sus deformidades. Gobiernos débiles o minoritarios se sucedieron de tal forma que, allí donde debió haber dos presidentes que encabezaran dos gobiernos, hemos tenido seis, con seis gobiernos distintos en apenas nueve años.
El Congreso entendió pronto que la debilidad del Ejecutivo abría la posibilidad de su propia fortaleza. Ese poder creciente lo ejercieron sin vacilación. Vacaron presidentes, presionaron a otros y sometieron a los más frágiles. Además, extendieron sus dominios eligiendo —directa o indirectamente— a autoridades dóciles en el Tribunal Constitucional, la Contraloría General de la República, la Defensoría del Pueblo y, a través de esta última, la Junta Nacional de Justicia. Lo que en otros países funciona como equilibrio de poderes, aquí ha sido manipulado como botín político.
El control de instituciones, el desbalance del sistema de pesos y contrapesos, el cerco sobre el Poder Judicial y el Ministerio Público y la inefectividad de las protestas sociales han permitido que el Parlamento legisle violando incluso la propia Constitución, sancione a sus oponentes y proteja con celo a los suyos y aliados. En el Perú, el poder nace del curul, y los congresistas lo saben. Por eso, han acomodado las reglas para obtener ventajas en el próximo proceso electoral y blindarse con inmunidad en un momento en que la corrupción carcome precisamente al Congreso.
Aquí no nos acercamos al “hiperpresidencialismo”, sino a lo que podríamos llamar un “hipopresidencialismo”: en un caso, el Ejecutivo se desborda y arrasa con los contrapesos; en el otro, el Legislativo se convierte en un poder hegemónico, desnaturalizando el sistema. Ambos escenarios terminan debilitando la democracia, generando inestabilidad y alimentando la desafección ciudadana (Perú21, lunes 18 de agosto del 2025).


