Como la película de Peter Weir, han transcurrido doce meses tan densos y agotadores que parecen muchos más. En nuestro caso, se trata solo de la quinta parte del total del mandato de Pedro Castillo. Pocos tenían entusiasmos, muchos no tenían expectativas, pero casi nadie podía pensar en el desastre que iba a ocurrir.
La llegada la conocemos: un triunfo electoral con escaso margen sobre Keiko Fujimori, lo que dio pie a que la candidata de Fuerza Popular desconociera el resultado bajo la denuncia de un fraude inexistente a la que se sumaron fuerzas que hoy constituyen la oposición mayoritaria en el Congreso. Si unas elecciones en medio de la pandemia y la seria crisis sanitaria, económica y social que esta produjo fueron el escenario de fondo, a la fragmentación de las preferencias se le sumó la polarización extrema.
El gobierno de Castillo fue minoritario, falto de liderazgo, sin partido propio, con uno que fue su vehículo electoral, como Perú Libre y enfrentado a un parlamento opositor, con una presidenta con un mal manejo del Legislativo y uno peor de la administración de su figura como máxima autoridad de un hemiciclo lleno de bancadas con pocas luces y muchas oscuridades. Hoy, cuatro listas se disputan la Mesa Directiva del Congreso, construyendo coaliciones, uniendo lo que parecía el agua y aceite, pero que muestran la sed de poder y la miopía para reconocer que son parte del problema que sufre el país al tener estas élites gobernantes.
El gobierno de Pedro Castillo ha mostrado en este año ser incompetente y corrupto. Trataba de la llegada al poder de una izquierda dogmática y conservadora, que combinaba un populismo discursivo y un pragmatismo recurrente con la inexperiencia total en asuntos del alto nivel de manejo y decisiones públicas.
Pedro Castillo y Vladimir Cerrón, no sin tensiones y conflictos, trasladaron y desarrollaron sus redes sociales más próximas para distribuirse el poder: familiares, amicales, vecinales, laborales o sindicales, desatando una parálisis en el Estado pocas veces vista, pues sus incompetencias y escándalos, cuando no descubrimientos de pasados oscuros, se manifestaron en un sinnúmero de funcionarios que ocupaban cargos por escaso tiempo, en cuatro gabinetes, que cobijaron decenas de ministros y con un Ministerio del Interior, el encargado de la seguridad pública, que ha tenido siete titulares.
No hay administración pública, por mas buena que sea, que no se resienta por esta rotación, tan frecuente como dañina. Con funcionarios rotando a esa velocidad es imposible desarrollar políticas públicas y, menos, de mejor calidad. Lo peor es que al cambio de cada ministro le siguen los de los funcionarios de mando inmediato inferior, en una lucha por el poder entre facciones políticas que se acusaban mutuamente, sacando a luz las manos sucias de la corrupción cuyos nexos llegaban a Palacio de Gobierno. Sin políticos, no hay política y, menos, políticas de calidad.
Ante esto, el Parlamento aparecía con sus propios temas y problemas, incapaz de erigirse como una institución de adecuado control político, pues los inexpertos parlamentarios daban muestras de cómo la representación puede degradarse tanto. Los intereses que representaba estaban, muchas veces, más cercanos de la informalidad (transporte, universidades, etc.) y las mafias que la de las demandas ciudadanas. El rechazo que produce, mayor que el del presidente, no permite que desde allí se abra con claridad y facilidad una salida política a un gobierno que ya no puede dar muestras de poder cambiar en una mejor dirección, pues ahora solo quiere sobrevivir y allanarse un futuro que lo aleje de las rejas. Por eso, mucha gente no quiere otro año en peligro. Solo quiere, que se vayan todos (El Comercio, martes 26 de julio del 2022).