El zarpazo que ha perpetrado el Congreso contra la reforma universitaria, si bien no sorprende, no deja de producir un amplio rechazo. Allí, se juntaron los extremos del espectro político de izquierda y derecha. Bajo la mal entendida y tergiversada autonomía universitaria, la ley modifica drásticamente la composición del Consejo Directivo de la Sunedu, que, como se sabe, se encarga de supervisar a las universidades a través de un proceso de licenciamiento por el que alcanzaron a licenciarse 94 universidades de un total de 145 públicas y privadas.
El proceso de licenciamiento que pasaron las universidades por varios años tenía como base que estas cumplieran condiciones mínimas como, por ejemplo, planes de estudios, grados y títulos; infraestructura y equipamiento adecuados (no fachadas); líneas de investigación; docentes con postgrado y un mínimo de un 25% a tiempo completo; servicios educativos complementarios (servicio médico, culturales, psicopedagógicos, etc.); mecanismos de medición e inserción laboral; entre otros. Cincuenta y un universidades, poco más de un tercio, no cumplieron con esas condiciones mínimas.
Las universidades no estaban cumpliendo con sus roles y funciones, exhibían un escaso desarrollo de la ciencia y tecnología, una ausencia efectiva de supervisión y control del Estado, así como una desconexión entre la formación que se ofrecían y la demanda del mercado laboral. Todo esto, amparado por la antigua Asamblea Nacional de Rectores (ANR), compuesta por rectores que jamás hicieron nada por mejorar la calidad educativa superior. Por el contrario, con la creación de universidades sin las condiciones mínimas, estas fueron adquiriendo un peso mayor. Eran, a final de cuentas, centros en los que campeonaban la informalidad y el mercantilismo más vil. Con la reforma universitaria se ha avanzado algo. Se ha logrado el aumento de publicaciones en revistas indexadas, un mayor número de patentes otorgadas a universidades peruanas, así como más docentes a tiempo completo y con estudios de posgrado.
Pero desde el 2014, congresistas de diversas bancadas intentaron quebrar la reforma universitaria, aunque, felizmente, el Minedu se opuso de manera eficaz. Esta vez, gracias al conservadurismo anti-reformista de izquierda y de derecha, lograron su propósito. Esto, sin embargo, no es gratuito. No por nada están las 145 visitas a los miembros de la Comisión de Educación de parte de representantes de las universidades no licenciadas y el hecho de que diez de sus miembros provengan de dichas universidades. Estas 51 universidades fueron incapaces de presentar las condiciones básicas, por lo que se les negó el licenciamiento. Varias de ellas, contando con decenas de miles de estudiantes que fueron estafados con una formación que al final poco ayudaba a insertarlos en el mercado laboral. Su profesión de poco o nada les sirvió.
El argumento de la autonomía universitaria es un pretexto y no es el problema. Las universidades funcionan con autonomía, pero como en cualquier servicio público deben y tienen que ser reguladas y supervisadas. La ley aprobada ataca, justamente, al Sunedu porque ha cumplido con los objetivos de la reforma. Allí donde cinco de sus miembros eran seleccionados por concurso público, la ley incorpora a representantes de colegios profesionales, que hoy son poblados por decenas de miles que provienen de universidades no licenciadas. Además, estarán presentes representantes de universidades públicas y privadas. Es decir, en el organismo regulador estarán representados los regulados. El apoyo a esta ley proviene justamente de aquellos que saben que volverán al mismo negocio y se flexibilizarán las condiciones que, repetimos, son mínimas. Luchar por una mejor calidad educativa es labrar el futuro. No dejemos que los mercachifles regresen (El Comercio, martes 10 de mayo del 2022).