El pasado 6 de enero se cumplió un año del asalto al Capitolio por parte de seguidores del expresidente de EE. UU. Donald Trump, quien incentivó entusiastamente a los fieros asaltantes que irrumpieron en uno de los símbolos emblemáticos de la democracia norteamericana. El asalto, que tuvo como consecuencia cinco muertos y más de un centenar de heridos, le propinó un duro golpe a la democracia más antigua de la sociedad contemporánea que vio, en su propio seno, cómo fanáticos creyeron la denuncia de fraude de su líder, el incontinente y brabucón exmandatario republicano, al no aceptar el resultado de las elecciones.
Trump no solo no aceptó el resultado electoral, sino que quiso impedir la asunción del mando de Joe Biden, bajo la consigna de “detengan el robo” y propagó una infausta campaña de mentiras y noticias falsas. Las acusaciones de fraude fueron desestimadas por el Departamento de Justicia, pero la democracia estadounidense fue manchada de sangre. Lo peor es que algunos no lo quieren reconocer o minimizan este humillante evento. En su discurso por el aniversario de estos hechos Biden señaló que Trump “valora el poder sobre los principios, ve su propio interés más importante que el del país, su ego magullado le importa más que nuestra democracia o nuestra Constitución” y que tanto su antecesor como sus seguidores “han decidido que la única forma de ganar es suprimir el voto y subvertir elecciones”.
Este episodio, no es, sin embargo, algo aislado. Lo encontramos también en nuestra región. El último informe de World Justice Project (WJP) muestra, por tercer año consecutivo, el deterio del Estado de Derecho en el mundo. En nuestra región, salvo las históricas excepciones de Uruguay, Chile y Costa Rica, todos los países han descendido. En ese contexto, el centro de ataque son las elecciones. En países en los que no existen cuestionamientos a los organismos electorales, candidatos de extrema derecha, al estilo Donald Trump, agitan la bandera del fraude. El año pasado en Brasil seguidores del presidente Jair Bolsonaro agitaban en manifestaciones el lema “No al fraude; Brasil quiere transparencia en las elecciones del 2022”, recordando los eventos del 2015 cuando Aécio Neves, el candidato derrotado en las elecciones del 2014 por Dilma Rousseff, denunció un inexistente fraude. Bolsonaro quiere ir a la reelección, pero no quiere eceptar un resultado que le podría ser adverso.
No sabemos cómo hubiera reaccionado José Antonio Kast, candidato de la extrema derecha chilena en las últimas elecciones, si el resultado hubiera sido ajustado, a la “peruana”, y no con un holgado triunfo de parte de Gabriel Boric. Lo cierto es que, antes de las elecciones, el candidato del Partido Republicano deslizó la posibilidad del fraude que, felizmente, dejó de lado luego de su derrota.
En el Perú, el excandidato de Renovación Popular Rafael López Aliaga hablaba de fraude desde antes de las elecciones y, producidas estas, la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, no solo desconoció el triunfo electoral de Pedro Castillo, como cinco años atrás el de Pedro Pablo Kuczynski, sino que alentó a lo largo de semanas denuncias sobre supuesto fraude que nunca pudieron probar y que ninguna institución de observación nacional e internacional ratificó. Lo cierto es que este tipo de actitudes ya forma parte de un patrón, que, lamentablemente, se va ampliando y que, en nombre de la democracia, suelen herirla, al incumplir una de sus reglas básicas: reconocer la derrota, responsabilizando a terceros, cuando el voto popular es quien desatendió su apoyo. Si la extrema izquierda ha hecho daño a la democracia, la extrema derecha hoy hace lo propio, sin rubor (El Comercio, martes 11 de enero del 2022).