Debido al avance de la pandemia del COVID-19, que abarca a la mayor parte de los países del mundo, se debaten las mejores políticas públicas de salud que permitan mitigar los estragos en la vida de millones de personas. Lo que parece distinguirlas es el tiempo en que se toman las medidas, que está en relación a la importancia que los gobiernos han dado a la pandemia. El problema es que tomar medidas a destiempo tiene costos de vidas humanas. Bajo esta idea se ha estado discutiendo sobre cómo el régimen político es fundamental para combatir el COVID-19. Un disparador de la discusión ha sido el artículo de Mario Vargas Llosa que enfiló las punterías a China. En su último artículo señalaba que “Nadie parece advertir que nada de esto podría estar ocurriendo en el mundo si China Popular fuera un país libre y democrático y no la dictadura que es”. La relación directa sería, entonces, que el régimen político no democrático impide afrontar adecuadamente una epidemia, pues carece de libertades. Algo de cierto hay en esta afirmación, pero parece que es insuficiente para explicar esta relación, pues, por otro lado, según se ha anunciado, en los próximos días, se levantará la cuarentena en Wuhan, ciudad china donde se inició el COVID-19, como una señal de la exitosa política de salud del Gobierno Chino, en contraste con lo ocurrido en Europa, cuna de la civilización occidental, donde la pandemia está cobrando más víctimas que en ninguna otra región del mundo.
En América ocurre algo parecido. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump ha tenido una actuación peligrosamente deplorable en el año en que se juega la reelección: ha transitado desde una actitud negacionista y de burla en relación al coronavirus hasta una tardía y dubitativa preocupación, dirigida a responsabilizar a China. Se opuso a reconocer, hasta febrero, la gravedad de esta epidemia global extremadamente contagiosa. Ahora ha cambiado de giro y corre contra el tiempo, alardeando de su conocimiento (“Me gustan estas cosas, las entiendo. La gente se sorprende… Quizás tengo un talento natural”). Sin embargo, sigue con el discurso de la necesaria reactivación de la economía por encima de la salud pública estadounidense. “Todos los años perdemos gente por la gripe y no paramos el país por eso. Muere mucha más gente en accidentes de tráfico y no por eso les decimos a los fabricantes de carros que paren la producción”, afirma Trump.
Mientras, en el vecino México, las cosas no son distintas, así el color político presidencial sea otro. Andrés López Obrador solo se supera a sí mismo con cada desatino que está poniendo en peligro al país azteca. Al igual que su homólogo de Estados Unidos, menospreció la gravedad del COVID-19 y se resistió a tomar medidas inmediatas y severas ante el avance de la pandemia en el mundo y en la región. Hace pocos días, en sus redes, luego de su visita a Oaxaca, alentó a la gente a seguir “con nuestras vidas como de costumbre” y “no dejes de salir, todavía estamos en la fase uno… Si tiene los medios para hacerlo, continúe llevando a su familia a restaurantes. Eso es lo que fortalecerá la economía”. Asimismo, afirmó, en una conferencia de prensa, muy comentada, que él tenía fe en los amuletos que le regala la gente para combatir el coronavirus.
No muy distinto también es el caso del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, que, siguiendo a Trump, instó a los brasileños a reanudar su vida normal para proteger la economía. “Nuestra vida debe continuar, se deben mantener los trabajos, se debe preservar el sustento de las familias”, sostuvo Bolsonaro y sentenció: “Debemos volver a la normalidad”.
Se trata de tres países con millones de habitantes que, sumados, superan al resto de América, con regímenes políticos democráticos y con libertades irrestrictas. Ojalá no ocurra, pero sus decisiones marcadas de populismo de izquierda y de derecha los colocan en un despeñadero con el costo de vidas que esperemos se pueda minimizar. Por eso, no todo es según el color del cristal de los regímenes políticos con que se mire (El Comercio, jueves 26 de marzo del 2020).