No había que ser pitonisa para advertir que desde el 28 de julio del 2016, tal como estaba distribuido el poder, llegar en cinco años al bicentenario era el camino del infierno empedrado de buenas intenciones. Un gobierno hiperminoritario y una oposición sobremayoritaria no se relacionan bien aquí ni en ninguna parte, por más que su distancia ideológica sea pequeña (como ocurrió entre PpK y Fuerza Popular).
La confrontación sobrevino. En el camino, cayó PPK y Keiko está presa, y sus partidos, seriamente diezmados. Estamos, ya se ha repetido varias veces, delante de un gobierno chico (pequeño núcleo de decisión) sin partido, (casi) sin bancada y sin apoyo social organizado, frente a una oposición disminuida, ganada por un conservadurismo cuya medianía abona al bajo debate público, no muy distinta del resto de bancadas.
Tenemos un presidente constitucional por sucesión, pero de un gobierno que no tiene nada que ver con el de PPK, aunque forme parte de un mismo período de mandato. Pero la distancia que separa a PPK (presidente) y Vizcarra (vicepresidente) también se pudo manifestar en una sucesión si se hubiera tratado de Alejandro Toledo y David Waisman, Alan García y Luis Giampietri, u Ollanta Humala y Omar Chehade. Los unía solo el haber candidateado juntos. Y estamos frente a un escenario no muy distinto si Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala hubieran tenido una bancada pequeña y una oposición con 73 congresistas. La vacancia presidencial hubiera estado también a la orden del día.
La propuesta de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política tenía entre sus objetivos no repetir el escenario en el que un presidente esté tan indemne delante de una oposición, sin que el Congreso pierda sus funciones esenciales. Esto no fue entendido así –en la mayoría de los casos, porque ni siquiera se leyó la propuesta– y la reforma fue zarandeada por una confrontación entre poderes que no cesará.
No hay nada que nos indique que lo vivido en los tres últimos años sea distinto en los próximos dos. La seria crisis institucional está arrastrando los ámbitos sociales y económicos. La obstrucción, bloqueo y parálisis que desata el conflicto entre los poderes produce ira, desencanto y desafección que corroe el tejido social de nuestro país. No hay en este escenario una buena y mágica solución. Quizá solo la menos mala.
El recorte del mandato y el adelanto de elecciones no es lo más óptimo para el país, pero es demandado por la gente. A la gente no se le debe hacer caso siempre, por ejemplo, en su pedido de “cierre del Congreso”, pero no se le puede dejar totalmente de lado, pues en ella reposa también la legitimidad. No aprobar el adelanto de elecciones, la renuncia o vacancia presidencial nos lleva al 2021, constitucional, pero con un país como una olla a presión que quiere, mayoritariamente, que se vayan todos.
En ese contexto, la propuesta presidencial ha colocado una meta, el 2020, que no se puede soslayar. La doble legislatura con votación calificada, para prescindir del referéndum, es una vía menos costosa política y económicamente. Esta salida tiene, además, el agregado de que flexibiliza los plazos del cronograma electoral. Sin embargo, también es cierto que se tiene delante a parlamentarios que carecen de incentivos, pues no hay reelección y la mayoría no pertenece a un partido político, por lo que el gobierno tiene que negociar. Una elección en el 2020 no necesariamente producirá una mejor representación, sobre todo cuando estará regulada por casi las mismas reglas. Pero siempre se abre una oportunidad y no se debe desaprovechar (El Comercio, lunes 19 de agosto del 2019).