Los políticos, no sin razón, suelen ser muy conservadores cuando se trata de la reforma política. Hay una seria resistencia al cambio. No es para menos, es de todos los temas de los que tienen que legislar el que les toca directamente. Por eso, prefieren lo malo conocido que lo bueno por conocer. Por más que puedan decir que legislan para el futuro, lo hacen, generalmente, con una irracionalidad del presente. Un caso por destacar es el referido a las elecciones internas de los partidos políticos. El dictamen aprobado por la Comisión de Constitución sobre las elecciones internas de los partidos, que se discutirá esta semana, se acerca, en lo central, a la propuesta que elaboramos y se alcanzó al Ejecutivo. Sin embargo, es necesario advertir lo siguiente.
Es realmente preocupante la segunda disposición transitoria, por más que naciera de un acuerdo político, pues abre un escenario que puede, más adelante, tirar abajo el diseño en su conjunto. A través de esa disposición, solo por única vez, vale decir para el 2021, los partidos actualmente inscritos (24) desarrollarían, primero, unas denominadas “elecciones internas”. En estas, solo participarían los afiliados de los partidos, quienes decidirían todas las candidaturas. No importa el porcentaje de participación, y el partido escoge su modalidad. Luego, estas listas ya confeccionadas se presentan a las “elecciones primarias”, para que el electorado las “ratifique”. Los partidos que recién se inscriben sí tendrían que pasar directamente por las “elecciones primarias”. Aquí los electores sí decidirán las candidaturas, a través de sus votos. Se trataría, en consecuencia, de dos categorías de partidos: “los ya inscritos” y “los nuevos inscritos” que compiten en un mismo proceso electoral, pero con reglas distintas. Los 24 partidos políticos actualmente inscritos, donde solo seis tienen representación en el Congreso, tendrían una seria ventaja sobre los otros.
La consecuencia es que estas inaugurales “elecciones primarias” serían muy confusas en su organización, con reglas diferenciadas y de impacto negativo en su conjunto. El día de la elección tendríamos frente a una misma cédula el primer grupo de los 24 inscritos (quizá menos si hay alianzas) donde solo se “ratificarían” las listas ya anteriormente confeccionadas. En cambio, en un segundo grupo, si es que lo hay, los partidos que se inscriban posteriormente a la promulgación de la ley dependerán del elector; pues será él el que podrá elegir al candidato de su preferencia. El voto preferencial es llevado a elecciones internas para que desaparezca en las elecciones generales.
Si esta disposición transitoria se mantiene, difícilmente la ONPE podrá informar, difundir y capacitar a electores y miembros de mesa con éxito. La confusión sería enorme. El porcentaje mínimo del 1,5% para seguir en carrera sería calculado entre todos, pero igual no evitaría la confusión. Asimismo, probablemente el elector se sentirá frustrado, pues no decidirá por candidatos en el interior de un partido, sino “ratificará” una lista ya aprobada por el partido. El costo de organizar este tipo de proceso sería no solo económico, sino de desprestigio del modelo de elecciones, abiertas, simultáneas y obligatorias que la comisión presentó como propuesta.
No faltará, más tarde, quien proclame la eliminación del diseño de elecciones abiertas, que obra en el texto de la ley, en vista del “fracaso”. El riesgo de regresar al pasado crece. Si se trataba de evitar las elecciones abiertas para el 2021, quizá lo menos malo hubiera sido el inicio de su aplicación posterior a aquel año. Habría, por lo menos, un aporte al sinceramiento de los verdaderos propósitos (El Comercio, lunes 15 de julio del 2019).
* El autor ha sido presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.