La inmunidad parlamentaria ha sido objeto de muchas críticas. Los casos de los congresistas Ríos, Donayre y Mamani ahondaron esta percepción, no sin fundamento. La inmunidad es una antigua prerrogativa procesal –excepcional ante el principio de igualdad– destinada a proteger a los congresistas de acusaciones penales y detenciones sin fundamento, motivadas por persecución política para obstaculizar el ejercicio de las funciones parlamentarias.
Si bien ha estado incorporada en todas nuestras constituciones, el Tribunal Constitucional ha precisado que la inmunidad parlamentaria es una garantía procesal penal cuyo objetivo es prevenir detenciones y procesos con motivaciones políticas, por lo que el rol del Congreso consiste en verificar la ausencia de contenido político de la acusación.
Es decir, el Congreso cuando evalúa un pedido de levantamiento de inmunidad, sea este de proceso o de arresto, solo debe ocuparse de determinar si el mismo responde a un móvil político o ideológico. Sin embargo, esto no ha sido así. Por diversos motivos, que no han sido los nombrados, se han rechazado o alargado indebidamente los plazos de los pedidos de levantamiento de la inmunidad. Asimismo, el Congreso no es competente para pronunciarse sobre su idoneidad o sobre sus implicancias o alcances legales. Sin embargo, el Congreso excedió ese encargo y decidió desestimar la mayoría de pedidos de levantamiento de inmunidad formulados por el Poder Judicial. Entre 1990 y el 2019, este envió 109 expedientes solicitando el levantamiento de inmunidad. De ellos, solo fueron declarados procedentes el 10%.
La propuesta de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, que fue archivada hace pocos días, tenía como propósito mantener la inmunidad parlamentaria en el ámbito penal acotándola a la comisión de delitos comunes durante el ejercicio de la función. Establecía que la Corte Suprema de Justicia, como ocurre en países como Chile, se encargue de evaluar las denuncias contra congresistas por delitos comunes. De comprobarse la ausencia de móviles políticos en las denuncias, la misma Corte Suprema de Justicia se encarga del procesamiento de los congresistas. Establecía, igualmente, un plazo improrrogable de treinta días hábiles para el pronunciamiento. Asimismo, se establecía un fuero especial para los congresistas en la Corte Suprema de Justicia.
El propósito de esta medida era reducir la politización de la denuncia y que el levantamiento de inmunidad sea objeto de negociaciones políticas. El beneficio redundaba en mejorar la legitimidad del Congreso y con ello del sistema político en su conjunto, pues se evitaba que el debate sobre la calificación de la intencionalidad política de una denuncia por delito común sea interpretado como parte de una negociación política. Los ciudadanos denunciantes se beneficiaban al lograr el acceso a la justicia cuando denuncien a un congresista en ejercicio de su derecho a la tutela procesal efectiva. La norma propuesta eliminaba así incentivos para que la inmunidad sea percibida como impunidad, especialmente por quienes pretendían obtener representación política para evadir el proceso penal que tuvieran pendiente al momento de la elección. Estas conductas han generado un costo para el Congreso y sus miembros que deben dedicar horas para fundamentar lo que es evidente: la ausencia de persecución política.
Esta medida era parte de aquellas que tienen como objeto restablecer la confianza de la ciudadanía en la política. Por el contrario, el Congreso, como se ha señalado, archivó sin mayor discusión la propuesta y mantuvo el ordenamiento actual. Negar el impacto negativo de un mecanismo que ha beneficiado solo a congresistas es creer, erróneamente, que el Congreso ha quedado inmune (El Comercio, lunes 20 de mayo del 2019).