Hace algunos años con motivo de la elección del máximo cargo de un partido, competían dos candidatos. Reunidos en una asamblea, el que dirigía la reunión señaló que la votación se realizaría a mano alzada. La abrumadora mayoría votó por el líder del partido que además miraba la votación desde el estrado. Ninguno votó por el otro candidato, ausente del evento, y otros dos se abstuvieron en medio de la silbatina y la burla de la mayoría. El voto público se expresó en toda su plenitud. No garantizaba que los que no estuvieran con el líder pudieran votar por otro candidato o abstenerse. Los pocos que no estaban conformes no expresaron su verdadera voluntad. “Sería una locura hacerlo”, me expresó luego un participante.
Pero esto no sucede solo en algunos partidos, sino en otras asociaciones. Y es que el único objetivo del voto público es el control, razón por la cual la historia transitó hacia el voto secreto. En el Perú, como en varios países, se estableció el voto público desde la fundación de la República, hasta el inicio del siglo pasado. Recién es regulado por el Estatuto Electoral de 1931, de manera clara, con la caída de Leguía. Posteriormente, las Constituciones de 1933, 1979 y 1993 lo elevaron a nivel constitucional. El voto secreto resultó siendo una conquista democrática. A las élites de aquellas épocas no les agradó perder un instrumento de control sobre las clases populares a quienes presionaban e intimidaban con todo tipo de instrumentos que les permitía el voto público. Hoy se entiende el voto público como un atentado al ejercicio libre del elector al hacerlo vulnerable a las presiones de cualquier naturaleza y del propio poder político.
Al lado del desarrollo del voto secreto se acompañó un conjunto de materiales que lo hicieron posible: boletas o cédulas de sufragio, ánforas, cabinas secretas y un conjunto de normas para hacerlo efectivo, estableciéndose una serie de principios generales que forman parte del objetivo de elecciones limpias, transparentes y justas.
De esta manera, incluso en normas internacionales, los estados deben garantizar, a través de sus legislaciones y su práctica, que los electores tengan la libertad de elegir a través de la garantía del voto secreto y así fue consagrado, después de la Segunda Guerra Mundial, por el artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el artículo 20 de la Declaración Americana de los Derechos y Obligaciones del Hombre (1948), el artículo 3 de la Convención Europea de los Derechos Humanos (1950), el artículo 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), hasta el artículo 23 de la Convención Americana de los Derechos Humanos (1969).
Pero se suele confundir el voto para elegir a los representantes con el voto que ejercen estos representantes en el ejercicio de su función. Por ejemplo, los congresistas son elegidos por voto secreto, pero sus votaciones son públicas. Es más, para la elección de los miembros de la Mesa Directiva del Congreso se garantiza el voto secreto, aun cuando las votaciones en el ejercicio de su función pueden ser públicas. El voto secreto es la garantía de la libertad del voto.
De la misma manera, la elección de los representantes de las universidades para ser parte de la comisión especial que elija a los miembros de la Junta Nacional de Justicia (JNJ) debe ser en un acto público, pero se debe garantizar el voto secreto. Posteriormente, los actos, deliberaciones y votaciones de los representantes elegidos deben ser motivadas y públicas. Ese es el modelo garantista que hay que preservar (El Comercio, jueves 28 de febrero del 2019).
*El autor es presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.