Como el bolero que perennizara José Feliciano, de cara al 2021 los partidos entonarán a coro aquello que les falta: dinero. Pero ante las denuncias acerca de los manejos turbios del dinero, sobre todo por el Caso Lava Jato, la atención se ha centrado en exigir transparencia, mayor control y prohibiciones como topes en las aportaciones privadas.
Suele considerarse que los grandes males de la representación política deben resolverse a través de mayores normas. Si bien esto no es cierto, tampoco se puede negar que las normas colaboran y permiten mayores grados de institucionalización, particularmente si estas son aplicadas de manera adecuada.
Pero las normas deben atender un diagnóstico de la realidad e indagar cómo se desarrolla y regula este tema en otros países, para recoger aquello que sea posible y conocer las tendencias en regulación del financiamiento.
Un tema que es necesario no perder de vista es que cualquier partido se enfrenta a campañas electorales cada vez más costosas sin los recursos económicos, materiales y humanos adecuados, en donde las actividades y el flujo del dinero se multiplican en poco tiempo. De esa dinámica se produce no solo representación política, sino relaciones y hasta –por lo visto no pocas– subordinaciones de los elegidos a quienes financiaron las campañas.
Y es que aquí como en todas partes el financiamiento privado –salvo el que se produce al interior del partido, como las contribuciones de sus miembros o gestión de su patrimonio– ha tenido un efecto pernicioso en el sistema, permitiendo que los partidos políticos representen los intereses privados o particulares de quienes contribuyen a su sostenimiento. Nadie financia una campaña sin esperar una retribución posterior. Es más, se conoce que contribuyentes con recursos financian más de un partido. El caso de Odebrecht es el más cercano. Si a eso se agrega el hecho de que el sistema de voto preferencial impide un control efectivo, pues cada candidato se maneja como si fuera un partido aparte, la supervisión de las campañas se hace muy complicada.
Si eso es así y no se puede, ni se debe, suprimir todo tipo de financiamiento privado, no queda otra alternativa más que el financiamiento público, que, si bien no merece la aprobación pública, no es menos cierto que permite un mayor control de las finanzas de las campañas y disminuye la intervención o injerencia de intereses particulares en las funciones partidarias.
En nuestro país, la asignación de dinero público para los partidos se realiza ya desde hace mucho tiempo. A través de la llamada franja electoral, que es una manera de financiar a los partidos entregándoles espacios en radio y televisión que paga el Estado. Y, desde el 2017, se hace también entrega de dinero para gastos ordinarios, mas no para campañas electorales.
De lo que se trata entonces es de cerrar la brecha entre gastos de campaña y necesidad de los partidos para cubrirlas. Se ha avanzado con la aprobación, a través del referéndum, para que no se pueda comprar espacios en radio y televisión, más allá de la franja electoral. Esto puede significar un 75% de disminución de gastos de campaña. Si además se permite que los partidos en el año electoral puedan gastar en la campaña, cosa que ahora no está permitido, las necesidades de los partidos estarán cubiertas y, de esta manera, solo quedaría cubrir gastos menores. Solo así los candidatos y partidos dejarán de estar expuestos a extender la mano a quienes tienen el dinero. Así sea por un bolero.
*El autor es presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (El Comercio, jueves 21 de febrero del 2019)