A nivel global el sistema de partidos peruano ha sufrido una modificación en su capacidad de integración representativa en dos niveles. Uno horizontal, cuando nuevos partidos, aquellos que se formaron posdesplome del sistema de partidos a finales de la década del ochenta, desplazaron a los llamados partidos tradicionales. Otro vertical, aquel espacio que se configura y diferencia de ambos partidos a nivel subnacional, donde se han construido las organizaciones regionales. Es como si se tratara de desplazamientos de placas submarinas, que al deslizarse produjeron movimientos telúricos en la superficie. La inestabilidad y la fragilidad de nuestro suelo partidario son, pues, altísimas.
Los nuevos partidos emergentes desplazaron a los partidos de tradición histórica, triunfando en elecciones a la presidencia y la alcaldía limeña. Sin embargo, en conjunto, los partidos históricos y emergentes de carácter nacional iban perdiendo elecciones a nivel subnacional, donde nuevas organizaciones se hacían del poder en gobiernos regionales y locales. Esto creó una clara separación de la representación política en un proceso de desnacionalización, produciéndose dos sistemas de partidos que conviven de manera negativa, impactando seriamente en el conjunto del sistema político.
El resultado ha sido un mayor proceso de fraccionamiento partidario y un serio problema para la articulación de la representación política. De la misma manera, significó la profundización de los males del sistema partidista: debilidad representativa, extendido fraccionamiento y bajo nivel organizativo y cohesión de los partidos. En consecuencia, en el contexto posdesplome del sistema partidista, los partidos desafiantes no fueron una alternativa para recomponer institucionalmente un sistema de partidos, sino que acentuaron su debilidad y permitieron la presencia de un sinnúmero de partidos subnacionales que, a su vez, fraccionan aún más el sistema partidario en su conjunto. Una de las consecuencias de esta debilitada o nula integración y fortalecimiento del poder de líderes y jefes locales ha sido el creciente y acentuado proceso de corrupción a nivel subnacional, más complejo de combatir, pues su diversificación es alta y su capacidad de mutar es mayor.
En concreto, los partidos políticos se fueron restringiendo a la capital, convirtiéndose en mayoritariamente limeños y, en consecuencia, menos capaces de integrar el conjunto de las demandas de la sociedad peruana. En paralelo, las organizaciones regionales se reducen a listas de candidatos. Son más electorales y menos organizaciones partidarias, esto como consecuencia de la hiperconcentración del poder en una sola persona, que es el líder, cuando no el dueño del partido. Estas organizaciones regionales registran una vida efímera, desarrollan un alto personalismo en la organización, no practican niveles mínimos de democracia interna que tanto exigen a las nacionales y el financiamiento de las campañas electorales recae en fuentes privadas, en muchos casos, de origen delictivo.
Esa alta rotación, dispersión y falta de vínculos partidarios hace que los gobernadores constituyan una caja de sorpresas, donde la mayoría tienen el color político del pragmatismo. Con bajos controles estatales y sin reelección, nada asegura, por ejemplo, que se pueda encontrar, nuevamente, figuras iguales o peores que las anteriores y que transiten de la página política a la policial.
Este panorama de representación partidaria dibuja un país escindido y fraccionado, que mantiene un campo fértil para el desarrollo informal e ilegal de la política institucional. Situación que se notaba menos en un país con crecimiento económico. Pero ahora que la marea ha bajado, se podrá percibir cuánto desperdicio había debajo (El Comercio, 7 de febrero del 2019).
*El autor es presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.