Antes los partidos tenían identidades programáticas, hoy se esmeran por declarar lealtades a sus jefes. Antes los candidatos eran militantes, ahora son invitados. Antes los miembros de los partidos eran expulsados, hoy salen y nadie se da cuenta. Antes el político se manifestaba abiertamente militante, ahora pide licencia.
Todo esto puede llevar a la conclusión de que todo pasado fue mejor. Sin embargo, ni todo el pasado era mejor ni ese pasado partidario resucitará. Y es que el desplome de los partidos programáticos a inicios de los noventa abrió un espacio para el surgimiento de los llamados partidos personalistas cuya dinámica gira alrededor de su jefe, fundador o dueño de la organización. Cuando este se retira o desaparece, el partido desaparece.
En este cuadro, Fuerza Popular ha sido el esfuerzo organizado más importante de los últimos años, encabezado por Keiko Fujimori, hija de quien no solo combatió a los partidos recreando un discurso ferozmente antipartidario y antipolítico, sino que nunca quiso formar uno. Lo hizo aprovechando el apellido que se asociaba nostálgicamente al recuerdo de una política clientelista, populista y de mano dura, que dejó la estela del gobierno de Alberto Fujimori.
Pero formar un partido, por más personalista que fuera, con la pretensión de ser grande y nacional, exigía reclutar, ofrecer, conceder, pero también desarrollar un perfil propio que lo separe del padre. Ese tránsito le costó deshacerse de la vieja guardia fujimorista, distanciarse del padre, enemistarse con su hermano y crear coaliciones políticas con segmentos de sectores regionales, religiosos, informales y de múltiples intereses, incluido los ilegales.
Keiko arañó el poder en dos oportunidades y logró una mayoría abultada en el Congreso, que no supo administrar adecuadamente. No reconoció el triunfo de PPK y desató una dinámica confrontacional que acorraló y aceleró la renuncia del presidente, precedido de otras renuncias y la censura de ministros. Ese uso abusivo del poder erosionó al gobierno, pero también a Fuerza Popular. Los múltiples intereses que cobijaba no podían manifestarse. En dos años ha perdido a más de una docena de congresistas y su aprobación se ha desmoronado, en medio del proceso judicial que ha puesto a Keiko Fujimori y a su entorno en una situación peligrosa para su futuro político, que nunca nadie imaginó.
En esas circunstancias, pide tregua, reconciliación y un acuerdo nacional, pasando por una reestructuración partidaria y no menos contradictoria, pues se contrata nuevamente al coronel Walter Jibaja y el fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, sigue encontrando en la bancada naranja su último bastión de protección.
El ramo de olivos lanzado por Keiko Fujimori es el último recurso que le queda para sobrevivir de la furia de aquellas aguas que desató como aprendiz de brujo. Su credibilidad es baja y su capacidad de mantener la disciplina partidaria, también. Por ello, una reconciliación política pasa por reconocer responsabilidades claras, sinceras y dar los pasos necesarios para un acuerdo, que se demuestre con actos, pues a los políticos hay que evaluarlos no por lo que dicen de sí, sino por lo que hacen (El Comercio, jueves 25 de octubre del 2018).