Desde que se articuló el frente Izquierda Unida, a inicios de los ochenta, la izquierda quedó atrapada entre la democracia, de la que desconfiaba, y Sendero Luminoso, de quien estaba distante pero que no lo combatió frontalmente, hasta que tuvo que enterrar a muchos de sus muertos, aunque hundiéndose en su ominosa culpa y disculpa.
La izquierda, a diferencia de la derecha, vive aprisionada por varios mitos. Dos de ellos muy presentes. Uno es la unidad interna; el otro, la solidaridad internacional.
Se autoimpone la idea de que debe unirse con todo aquel que se denomine de izquierda, como si eso fuera una carta de presentación incorruptible, desde aquellos más cercanos al centro hasta los más radicales. En ese espectro entra de todo. No son, por cierto, los “proletarios del mundo, uníos”, como reclamaba Marx, sino pequeñas y microorganizaciones, al lado de caudillos regionales y locales con pequeñas parcelas de poder y, en algunos casos, de dudosa trayectoria.
Todos exigen una silla en la mesa de la unidad, clamando ser parte de ella. Ciertamente, hay los que tienen capitales políticos con mayor peso, ya sea porque tienen (intención de) votos (Verónika Mendoza), tienen bancadas (Marco Arana) o tienen inscripción legal (Gregorio Santos, Yehude Simon o Vladimir Cerrón). Pero no es necesario abundar en los múltiples conflictos librados entre ellos, clamorosamente ideologizados, que tenían como raíz, en muchos casos, simples peleas por candidaturas. Subordinar propuestas y liderazgos sobre la base del mito de la unidad ha llevado a la izquierda al entrampamiento y la corresponsabilidad de todo lo que hagan los miembros ocasionales de sus coaliciones.
El otro mito es el de la solidaridad internacional. La izquierda peruana ha sido afectada, más que ninguna fuerza política, por factores externos, que van desde la caída del Muro de Berlín hasta el chavismo. Del primero tardó en entender y aceptar el derrumbe del bloque soviético que los dejó sin faro ideológico y, en algunos casos, sin recursos. Del segundo, aún no lo entiende.
Se entusiasmó con gobiernos de izquierda, pero con Hugo Chávez se embelesó. Su debilidad se entrecruzaba entre su dependencia económica, allí donde la había, hasta la puramente ideológica. Hugo Chávez y más claramente Nicolás Maduro representan el populismo autoritario fraseado de un discurso verborreico nacionalista, que aprovechando los recursos petroleros han hundido a Venezuela a niveles de alarma humanitaria. La izquierda ha sido seguidora, defensora, complaciente y de alguna manera cómplice de un gobierno que no escatima nada para convertir la democracia llanera en una farsa. No reconocer esto ha tenido un costo alto, a cambio de nada.
Así, de mito en mito, Verónika Mendoza camina al lado de Gregorio Santos bajo la consigna de una nueva Constitución, ampliando elásticamente su mirada de la unidad e hipotecando su futuro con una solidaridad con el Gobierno de Venezuela que tendrá costos políticos, pero también éticos. En concreto, la historia de cómo hay sumas que restan y cómo lapidar votos a cambio de mitos (El Comercio, jueves 15 de febrero del 2018).