Le ha resultado muy difícil a Keiko Fujimori aceptar su derrota. Perderla en la última semana es un duro golpe. Hacerlo luego, en medio de una demostración de fuerza numérica (parlamentaria) y disciplinada como escenografía y hablando de “resultados oscuros”, “promotores del odio” o “los lobbies y el poder de las grandes empresas”, desliza aún molestia y frustración.
Superado este trago amargo, Keiko Fujimori tiene que resolver dos problemas. El primero externo, en relación a cómo relacionarse con el Ejecutivo. Si bien, como toda oposición, se puede nutrir del desgaste del gobierno, no quien lo hace más intensamente se gana el voto futuro.
Si no, recuerden a Alan García frente al actual gobierno. Por distancia ideológica, debía ser menos opositor que con el gobierno actual, pero 73 congresistas constituyen un número irresistible para no usarlo. Y hacerlo puede llevar hasta maniatar o boicotear al gobierno. Si ese no es el camino, acordar y ceder con el gobierno dePPK parece indicar un escenario deseado. Sin embargo, aparecer como sostén de un gobierno puede hacer aparecer al fujimorismo como corresponsable de los resultados del gobierno.
Pero Keiko debe resolver otro problema en el frente interno. En el balance de las elecciones, si bien no devendrá en la noche de los cuchillos largos, es claro que la responsabilidad de la derrota caerá sobre los keikistas, sobre todo, en su entorno más próximo que, no sin razón, verá en el problema Ramírez-Chlimper la explicación de la derrota.
Así, los albertistas desplazados, embanderando el tema de la libertad (en cualquiera de sus formas) de Alberto Fujimori, intentarán ganar terreno y Kenji, silenciado en la campaña, recordará que no por gusto tuiteó que “solo en el supuesto negado de que Keiko no gane la presidencia, yo postularé el 2021”. Todo en familia (Peru21, domingo 12 de noviembre 2016).