Se ha anunciado que el Congreso una vez iniciada la presente legislatura, debatirá la reforma electoral. De la misma manera, uno de los puntos del diálogo político, promovido por la primera ministra, ha sido también el tema de la reforma electoral. Si el tiempo es corto y las dificultades para ponerse de acuerdo son altas, hay que tener cuidado con lo que se apruebe, pues modificaciones mal diseñadas pueden ser tan peligrosas como no hacer nada. Por eso hay que tener en cuenta lo siguiente.
El primero, atribuir a la reforma alcance que no necesariamente tiene, por lo que cuando no ocurren los efectos esperados en el corto plazo, se les atribuye todo el fracaso. De nada valen controles, por ejemplo, sobre fiscalización del dinero mal habido en la política, si la Policía, el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Contraloría no hacen bien su trabajo.
Lo segundo que habría que tener claro es que la sola reforma política difícilmente cambia la realidad. Una que no tiene vínculos con ella, termina por no aplicarse o crear canales informales para sortearla. La voluntad política de las élites es fundamental. Si los principales líderes políticos no se comprometen con la reforma, como hasta ahora ocurre, nada se mueve. Por eso la mayoría de las bancadas parlamentarias no tienen claro qué reformar y cómo hacerlo. Es más, allí donde los congresistas sienten que sus intereses peligran, no les importará qué digan sus dirigentes partidarios.
Tercero, no es lo mismo reforma política que reforma electoral. Esta última es solo parte de la primera. La reforma política abarca los diseños institucionales. Por ejemplo reformar aspectos relacionados con el tipo de presidencialismo, la bicameralidad o la figura del primer ministro, por citar algunos, contienen un alto grado de impacto en los diversos ámbitos de la vida, por lo que necesariamente pasa por reformas constitucionales. De la misma manera, una reforma electoral está también condicionada si se trata de modificaciones en la Constitución (p.e. reelección de autoridades, segunda vuelta, revocatorias, voto obligatorio) o si se trata de modificaciones solo de las diversas leyes electorales. Evidentemente, la primera tiene más impacto que la segunda.
Cuarto, toda modificatoria de la ley electoral no es necesariamente reforma electoral. Por eso, no es lo mismo eliminar el voto preferencial, elevar el umbral de representación para las alianzas electorales, crear la circunscripción de peruanos en el extranjero, otorgar financiamiento público directo a los partidos acompañados de mayores controles y sanciones, eliminar las llamadas nuevas elecciones municipales posteriores a la revocatoria, que solo modificar artículos relativos a temas de exigencias y controles para la inscripción de candidaturas. Las primeras producen una reforma electoral. La segunda solo modificaciones de la ley.
Quinto, no es coherente plantearse objetivos institucionales que no son correspondidos con las medidas planteadas. No se puede afirmar, por ejemplo, fortalecer partidos políticos en el Perú y mantener el voto preferencial. Tampoco se puede otorgar dinero público a los partidos, sin hacer los ajustes de mayor control y supervisión. Menos se puede combatir el golondrinaje si no se establece más tiempo para supervisión de domicilio y penalidades efectivas.
Sexto, quizá lo más peligroso. Hacer propuestas que no partan de un mínimo diagnóstico, sean parciales y carezcan de prevención de impactos. Esto es frecuente en muchas propuestas legislativas.
Lo cierto es que si bien lo perfecto es enemigo de lo bueno, también es cierto que no modificar nada o solo lo insignificante, no tiene porqué abrigar esperanzas que por sí solos candidatos y partidos realicen una mejor campaña electoral, que produzca una representación de mayor calidad (La República, 22 de febrero del 2015).