Los perros despiertan grandes amores. Como aquellos que sentían el catalán Ramón Mercader del Río, el ucraniano Lev Davidovich y el cubano Iván Cárdenas. La vida de estos tres personajes se entrecruzan en esa gran novela El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura.
La novela, muestra la vida de Lev Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, desde su destierro hasta su muerte, en manos de un agente stalinista. Es la vida en el destierro y el periplo que lo lleva a Alma Atá, en los confines de la Rusia asiática, Prinkipo, en Turquía, cerca de Oslo, en Noruega, a las afueras de París, en Francia y, finalmente en Coyoacán, México. Siempre seguido por los largos brazos de la NKVD rusa. Pero también acompañado de su leal Natalia Sedova y, por cierto, por el galgo ruso o borsoi, llamado Maya.
También la vida de Ramón Mercader del Río, militante comunista, en el período del ascenso de la república española, para ser formado de manera especial, física y psicológicamente y sobre todo de manera fanática, para acometer la misión -bajo el nombre de Jacques Mornard o Jacson-, de asesinar al más duro opositor del régimen soviético, León Trotsky, purgar años de prisión en México, para pasar los años posteriores en Rusia y Cuba, no como un héroe, sino como un anónimo cuya vida incomoda. Al lado, por cierto de sus galgos, Ix y Dax.
Iván Cárdenas Marturell, escritor cubano frustrado, cuyo encuentro con Mercader, en las playas cubanas en los setenta, despierta la curiosidad por la vida de León Trotsky, cuyo nombre estaba en el olvido en la historia oficial de la isla, bajo el régimen de los Castro y así emprender la tarea de escribir una novela.
Pero el libro de Leonardo Padura, es algo más que la historia del asesinato de Trotsky. Es la alegoría de la muerte de una utopía. La utopía que movilizó a millones de personas en el mundo, pero que mostró, una vez más, cómo las revoluciones aniquilan a sus propios creadores. Más allá de su valor literario, que los tiene y con creces, se encuentra su valor ético y político.
Y es que el pilot incrustado en el cráneo, que segó la vida del último de los viejos líderes del partido bolchevique, produjo un grito aterrador, un eco que Mercader soportó el resto de su vida. Pero también un golpe mortal a la mayor utopía del siglo XX, que tuvo su máximo esplendor en octubre de 1917 y su ocaso en noviembre de 1989, cuando miles de personas saltaron los muros y alambradas de las fronteras soviéticas.
Es la historia de cómo Iósif Stalin, aquel georgiano que los mayores dirigentes bolcheviques, entre ellos Trotsky, subestimaron, tuvo la astucia y sagacidad para subordinar primero y aniquilar después a toda la generación bolchevique, su generación. A través de Trotsky, Padura nos recuerda, cómo ve abdicar, humillarse y traicionar a muchos de sus camaradas, en esa gran farsa que fueron los juicios de Moscú, en donde pasaron hombres de la talla de Bujarin, Zinoviev, Kamenev, Radek, Piatakov, Rykov, Rakovski, entre muchos otros. Esa Santa Inquisición del siglo XX, llevó a combatir a los herejes, pasándolos por el pelotón de fusilamiento, en nombre de una revolución, de la que quedaba solo el nombre, pero de la que se movilizaba y hasta mataba, también en su nombre.
La vida desterrada de León Trotsky, es la de un Quijote luchando contra molinos, en medio de una barbarie que él, de alguna manera también, contribuyó. La figura de su sepulturero, Stalin, que encarna junto con Hitler una de las dictaduras más sangrientas del siglo pasado fue, sin embargo, aclamado por los aliados y figura de culto para generaciones de comunistas que, incluso hoy, portan su retrato en esos desfiles de rostros oficiales.
Pero para que en más de tres décadas, la furia de Stalin fuera posible, debía de contar con hombres como Ramón Mercader del Río, quien creía que su misión histórica se materializaba en asesinar a un viejo político, que no revestía más peligro que sus escritos, que tenían poca audiencia. Libro pues de necesaria lectura. Una sola advertencia, no lo presto (La República, 3 de abril del 2012).