El presidente Ollanta Humala debe leer los últimos sondeos con mucho cuidado. La aprobación de su gestión al cumplirse el sétimo mes de su gobierno es óptima, pero no dista de ser parecida a la de otros presidentes en esta misma época. El espejismo del primer año puede obnubilar a los gobernantes que suelen confundir la etapa de confianza y expectativa, con la pura aprobación de sus actos de gobierno.
Es claro que el reto de un presidente, es hacer un buen gobierno.
Sin embargo, en el Perú, la percepción ciudadana de las gestiones gubernamentales ha sido negativa. Desde hace medio siglo ningún gobernante, llámese Fernando Belaunde, Alan García, Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, ha terminado su mandato con una aprobación a la gestión de su gobierno. A diferencia de otros de la región, como Ricardo Lagos, Michelle Bachelet, Fernando Enrique Cardoso, Luis Inácio Lula, Tabaré Vásquez, Álvaro Uribe –por nombrar algunos– todos los presidentes peruanos, de distinto signo y estilos, terminaron su mandato con una baja o muy baja aprobación de su gestión por parte de la opinión pública. Esta situación se puso en evidencia, con la derrota electoral del partido gobernante al final del mandato. Algunos, como Perú Posible y el APRA no pudieron, siquiera, presentar candidatos presidenciales.
En pocas palabras, presidentes de variado signo, con partido o no, en regímenes democráticos o autoritarios, en un contexto de crisis o crecimiento económico, no han concluido su mandado con una mirada aprobatoria de los peruanos, con lo que el éxito les ha sido esquivo.
Es decir, si bien el Perú ha cambiado mucho desde hace medio siglo, los peruanos se consideran insatisfechos de los resultados de los sucesivos gobiernos. Insatisfacción continua y acumulada que ha hecho que en muchos casos los triunfos de los presidentes elegidos, tienen parte de explicación en la desafección que sienten los electores del gobierno que concluye. Si además, uno observa los mapas electorales del último medio siglo, Lima se diferencia del resto del país, especialmente del sur andino. Ganar en Lima es casi perder en el Perú.
Todo lo anterior resulta relevante, pues se especula mucho con la última encuesta de Ipsos donde la aprobación de la gestión presidencial es claramente positiva. Pero el apoyo que tiene el presidente Humala es más o menos el que tienen los presidentes en este periodo. Hay que esperar un año para ver si la aprobación es superior a la desaprobación, como ocurrió con el presidente Alan García, que no pudo superar el primer año de su mandato de manera aprobatoria y así siguió hasta el final. Pasado más o menos el año se separa, con mayor claridad, las expectativas ciudadanas de la evaluación de la gestión presidencial.
Sin embargo, ya las cifras nos indican que hay un cambio en la conformación del apoyo al gobierno. Progresivamente se observa que éste se asemeja, cada vez más, al que tuvo Keiko Fujimori en la última elección. Es decir, mayor apoyo en Lima que en provincias, así como en el pujante norte más que en el deprimido sur. Si bien la encuesta no penetra en el ámbito rural, todo hace suponer que el apoyo sería menor que en las zonas urbanas.
Si bien el gobierno logró superar el año pasado la crisis del gabinete y el proyecto Conga, lo cierto es que los problemas de fondo siguen latentes. El gabinete Valdés no muestra las contradicciones del anterior, pero es claro que la capacidad para entender y atender los conflictos sociales que de seguro reaparecerán cuando termine el verano, será un reto que puede no superar. Si eso es así, un gobierno con dos gabinetes en su primer año es una muestra de debilidad muy peligrosa.
Sin embargo, el tema va más allá. Si bien el gobierno ha dejado atrás la propuesta de la Gran Transformación y a sus mentores, no la ha reemplazado por otra que merezca la diferencia clara con lo hecho por los gobiernos anteriores. Si no se atiende este tema de fondo, podemos ir viendo en el correr de los meses cómo la opinión pública irá abandonando al presidente Humala y entonces podría ser uno más en la lista de gobernantes que el elector apoya y luego se decepciona, para ir en la búsqueda reiterada de un candidato que ocupe ese espacio, que parece difícil de representar exitosamente (La República, 1 de marzo del 2012).