En el Perú no solo existe un problema con los representantes (partidos), sino también con los representados (electores).
Ver el fenómeno que se tiene al frente (volatilidad, fraccionamiento) –y situarlo solo como un tema de la oferta (candidatos), sin fijarse en la demanda (los electores)– es mirar una sola parte de la medalla, cuando se trata de una relación en ambos sentidos, que se afectan mutuamente.
Si las elecciones tienen la función de permitir la rotación de las élites, en nuestro país esta no solo ha sido vertiginosa sino hasta contraproducente.
En las dos últimas décadas hemos tenido la tasa más alta de rotación de parlamentarios en América Latina. El Congreso ha disminuido su calidad paulatinamente, con la anuencia de este mismo electorado, de donde sale y fluye esta semiélite política.
Desde hace dos décadas, la distancia entre los ciudadanos (electores) y los canales organizados de la política para el acceso al poder (los partidos) se amplió de tal manera que estos se vaciaron de aquellos.
Si antes los ciudadanos necesitaban a los partidos para llegar al poder, ahora son solo meros formalismos. Para quienes aspiran al poder, un mal necesario.
Las adhesiones partidarias se han tornado así bajas o nulas.
Esto quiere decir que, al no existir identidad con los partidos, sino con sus líderes, el voto se articula fuertemente en los candidatos. Estos últimos han mostrado ser de mediana y baja intensidad. Es decir, los electores pueden seguir a sus candidatos y no tanto a los partidos, pero no por cualquier camino ni en todo momento.
El elector se ha vuelto –sobre todo con el paso de los años– desconfiado, distante y pragmático con relación a los candidatos, lo que los conduce a decisiones muy coyunturales y de las que pronto reniega (gobiernos de Toledo y García). Si los partidos ya no agregan, sistematizan o canalizan intereses, se disgregan, se dispersan y van por múltiples direcciones.
Así, se encuentran y desencuentran protopartidos con electores posmodernos con actitudes volátiles, que muestran cambios frecuentes y dramáticos. La volatilidad siempre va acompañada por la incertidumbre.
De lo anterior se puede entender por qué, a pocos días de las elecciones, no existen escenarios claros y por qué la diferencia entre el primero (Toledo o Humala) y el quinto (Castañeda) sea tan cercana, como nunca en la historia electoral peruana.
A lo más, un candidato acoge a uno de cada cinco peruanos. Si bien el resultado final está en manos de los candidatos y sus campañas, por un lado, y del humor cambiante de los electores, por otro, es tal la dispersión que ningún candidato logrará la mayoría en el Congreso (con posibilidades de tener una mayoría opositora). El que triunfe en segunda vuelta logrará solo una mayoría ficticia.
El resultado será un presidente con apoyo minoritario e incapaz de hacer cambios necesarios –ya no hablemos de profundos–, delante de un electorado escéptico y listo para desaprobar aquello que nació de su voto (El Comercio, 28 de marzo del 2011)