La segunda vuelta para elecciones regionales, pro- puesta por el presidente Alan García, ha despertado el apoyo de no pocas bancadas. Se ha asumido que la segunda vuelta es la llave maestra de la legitimidad, más aun ahora que los conflictos aparecen para algunos como fenómenos desestabilizadores que las autoridades no pueden canalizar o controlar. Sin embargo, el “ballotage” o segunda vuelta no constituye una medida adecuada y necesaria para enfrentar el problema de la legitimidad y gobernabilidad regional.
En el discurso se señala que la segunda vuelta regional debe producir una mayoría social de apoyo a las autoridades y así contribuir al orden social. Es decir, la autoridad no solo necesita ganar, sino hacerlo por una mayoría absoluta para poder ofrecer estabilidad. Si bien el propósito es atendible, se parte de un serio error.
El principio de la mayoría, uno de los sustentos de la democracia, no exige necesariamente que esta deba tener un umbral mínimo. El soporte de una autoridad elegida se sustenta en la legitimidad y la legalidad. La legitimidad se origina en una elección que debe ser producto de una competencia libre y transparente. Esto quiere decir que la legitimidad de la autoridad que sale elegida no está en función del mayor o menor porcentajes de votación que obtenga. Los bajos porcentajes se deben más al fraccionamiento y debilidad partidaria. Por lo que obtener un determinado porcentaje de votos no dice nada sobre lo que será el desempeño y la gestión de la autoridad elegida.
De otro lado, en el Perú el presidente regional encabeza una lista completa y —al igual que en el ámbito municipal— a la que gana, se lo otorga la mitad más uno de los escaños del Consejo Regional. Con una segunda vuelta se tendría que separar la elección del presidente regional de la lista de consejeros o que pasen a la segunda vuelta las dos listas completas. En el primer caso podríamos tener un presidente regional con un consejo opositor, cosa que se trató de evitar con el sistema electoral actual, conociéndose las experiencias municipales de la década del 70. En el segundo caso tendríamos un presidente y consejo absolutamente copada por una sola lista. En cualquier caso, se introduciría un problema sin resolver el inicial.
De otro lado, se encuentra el tema del cronograma y presupuesto. El cronograma se debe adelantar, pues, si las autoridades regionales deben asumir su función el 1 de enero del año siguiente de la elección la segunda vuelta regional se tendría que realizar en noviembre y la primera alrededor de inicios de setiembre para tener los resultados de las 25 regiones a tiempo y convocarse en enero. A esto hay que agregar que un sistema como el propuesto podría costar cero soles, si todos superan el umbral establecido, o aproximadamente lo mismo que una primera vuelta, si en todas las regiones se desarrolla una segunda vuelta. ¿Eso ya lo sabe el ministro de Economía? ¿Cómo se puede planear algo tan azaroso, si los presupuestos se presentan y aprueban un año antes? Pero, lo más importante, no existe ninguna relación ni evidencia empírica de que una segunda vuelta en las regiones ayudará a la estabilidad, a una mejor gestión de las autoridades o al reconocimiento de su legitimidad en las provincias. Finalmente, abona a esta idea la comparación con los sistemas electorales en América Latina. Salvo Brasil, que tiene segunda vuelta en las circunscripciones de más de 200 mil electores, en ningún país de la región se usa este sistema. En consecuencia, es necesario buscar otra medida porque la propuesta resulta ineficaz, contraproducente y costosa (El Comercio, lunes 3 de agosto del 2009)