Una vez una amiga me dijo: ustedes los de la Católica están marcados, se les nota inmediatamente, concluyó. Para mí esa marca me recuerda el verano de 1973, año en que ingresé a la universidad y cuando el microbús terminaba su recorrido al final de la avenida Bolívar. No existía una puerta principal vistosa con el nombre de Pontificia Universidad Católica del Perú y menos seguridad, sino una reja simple que formaba parte de un perímetro que dista mucho del de hoy. Los edificios esparcidos en el gran campus entre la parte de Ciencias y Letras, con Artes como frontera imaginaria estaban, como hasta hoy, rodeados de áreas verdes.
En esa época las facultades se trasladaban progresivamente al Fundo Pando, dejando para la historia los locales de la Plaza Francia y otros del Centro de Lima. Se respiraba desde el inicio esa sensación de comunidad con sus diversas caras. A mi me tocó Letras con su entrañable patio y, posteriormente, Ciencias Sociales. Compartir aulas con alumnos que tenían tan diversos intereses, fue una de las experiencias más valiosas. Intercambiar preguntas, respuestas, ideas y propuestas de quienes seguirían derecho, psicología, economía, historia u otras de las 42 carreras profesionales que se imparte en la PUCP, nos hacía sentir que aprendíamos tanto en clases como en la cafetería de Ramón. Esa diversidad de carreras, estuvo acompañada de profesores de los más variados credos religiosos, políticos e ideológicos y con alumnos que se adherían tendencias políticas de izquierda a derecha con la misma pasión e interés que hizo de la pluralidad el núcleo central de la universidad.
No había en Pando, iniciativa en el ámbito académico, social, político o cultural que no se expresara con total libertad, en donde creyentes y no creyentes convivían en la única manera que se puede vivir en comunidad, el respeto hacia el otro. Por eso al lado de los cursos, las actividades, eventos de todo tipo que se organizaba enriquecían el conocimiento, en una época en donde la oscuridad tenía la forma de bota militar. Esa particularidad difícilmente se puede encontrar en un claustro universitario en donde coexiste ese respeto, con la exigencia y excelencia académica. Esto que puede sonar a propaganda, se muestra con absoluta claridad cuando uno sale fuera del país. Para quienes hemos tenido la suerte de seguir estudios en el extranjero, comprobamos nuestra buena formación universitaria y cómo textos salidos de la PUCP, se encuentran en las mejores bibliotecas y centros de investigación más prestigiosos. No es casual por eso que siete de los diez candidatos presidenciales con más alta votación de abril pasado tenían algún vínculo con la Universidad Católica o que la mayor parte de los columnistas de los medios de prensa más serios hayan compartido aulas en el ex Fundo Pando. Y es que la buena enseñanza profesional ha llevado a formar líderes, en los diversos campos de la vida social, económica, política y cultural del país. Personalmente, mi paso por el servicio público tuvo reconocimiento por que estuve acompañado por ex alumnos de la PUCP, entre otros buenos profesionales.
Y es que pasar por lo menos un lustro de la vida en el tránsito de la juventud a la adultez marca de manera definitiva y así ocurrió con las nuestras, en su paso por las aulas de Pando. Hoy sigo reuniéndome -almuerzo incluido- con mis amigos de la PUCP y reconocemos, con independencia de su manera de pensar, a quienes han pasado también por sus aulas. Por eso en sus 90 años, que nada ni nadie podrá empañar, saludamos a nuestra querida Alma Mater y a sus varias generaciones de estudiantes y profesores y reconocemos que efectivamente la PUCP nos marcó, como con una tinta indeleble que siempre nos recuerda que todos hemos hecho posible que la Luz brille en las Tinieblas.
(Una versión poco más corta en El Comercio 3 de abril del 2007)