El país azteca, a diferencia del peruano, realiza elecciones de su Cámara de representantes sin que coincidan con las presidenciales, que se realizaron hace tres años con el triunfo del actual presidente Fox, candidato del Partido Acción Nacional (PAN). Los resultados electorales reflejaron una pérdida de la votación panista, una recuperación del Partido Revolucionario Institucionalista (PRI) y una reducción peligrosamente concentrada en el Distrito Federal para el Partido Democrático Revolucionario (PDR). Es decir, el presidente Vicente Fox tendrá nuevamente una Cámara de Representantes sin mayoría del PAN. Esto que aparentemente es un problema, contiene un aspecto sustancialmente importante: la necesidad de los partidos de establecer pactos y alianzas. Es decir, los mexicanos tienen la oportunidad de sacudirse de una vez por todas de la larga costumbre del monopolio partidario que impuso el PRI a lo largo de siete décadas. Que un presidente no tenga mayoría puede ser un problema que, sin embargo, puede transformarse en un camino de compromisos por la gobernabilidad.
Si esa es la oportunidad, una lección es observar su proceso de transición democrática. Pasar de un sistema de partido hegemónico y semi competitivo a la de un pluralismo partidario y un sistema competitivo, fue realmente un proceso largo que duro más de diez años. El desmontaje y la construcción como dos procesos políticos sumamente delicados, respondieron a una voluntad política de diversos actores, en la que los partidos políticos no estuvieron ausentes sino fueron protagonistas de la transición.
Este proceso tuvo la particularidad de hacer un gran esfuerzo, no sin contratiempos, por construir instituciones y llenarlas de contenido democrático. Sin sobresaltos, pues la transición mexicana fue pacífica y no traumática. Se canalizó la protesta social a través de negociaciones y nuevas reglas de juego. La llave del cambio político fueron elecciones limpias y transparentes. Para ello implementaron reformas electorales que se convirtieron en parte de la mecánica del cambio político mexicano.
Pero la más grande reforma de inicios de los noventa fue la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), autoridad encargada de organizar las elecciones y el posterior Tribunal Federal Electoral del Poder Judicial (TFEPJ), encargado de la legalidad en materia electoral, que pasó de tener una función administrativa a jurisdiccional. Es decir, dos organismos electorales especializados autónomos, máximas autoridades en sus ámbitos de competencia y con clara delimitación de sus funciones. Con ello se ofreció transparencia y confianza a los partidos políticos y a la ciudadanía, lo que posibilitó la transición democrática que tuvo su punto alto en la elección del presidente Vicente Fox el año 2000.
La experiencia mexicana nos enseña que los acuerdos y pactos conducen de manera firme la gobernabilidad del país, basada en el fortalecimiento moderno de las instituciones del estado. Dentro de ellas las electorales, que gracias a un adecuado desempeño de sus autoridades, sobre la base del respeto y la conciencia clara que la función organizativa debe estar separada de la jurisdiccional, constituyen un modelo que el Perú debe mirar con atención, para no permitir más que supuestas funciones electorales sean motivo de controversias que no hace bien al país.
(El Comercio, 22 de julio del 2003)