Y es que la presencia de Montesinos, pone en evidencia la debilidad, soledad y carencia de poder de Fujimori, que no hace otra cosa que eludir decisiones de mandatario sobre una persona que desprestigia aun más a su gobierno. El problema, y allí su tragedia, es que no puede hacer otra cosa. Su única posibilidad, ejercer su autoridad de mandatario, le es negada por sus compromisos, pasados y presentes. Por eso ha perdido apoyo de la opinión pública y de la OEA, no controla plenamente a su bancada parlamentaria, renuncia su primer vicepresidente y, lo más importante, no manda en las fuerzas armadas.
De esta manera, un deslucido presidente deambula por Lima tratando de convencer a los mandos militares, que han cerrado filas alrededor Montesinos, sobre una transición que ahora muchos ponen en duda. Sin embargo, Fujimori ya no puede seguir callando. Tiene que decir algo significativo. El problema es que ese algo, lo tiene que negociar. Si renuncia por su cuenta, descuadra a Montesinos, pero éste no le perdonaría un nuevo acto inconsulto. Si se mantiene haciendo frente común con las fuerzas armadas y Montesinos, podrá vencer, pero perderá mañana. Así sucedió con las elecciones y eso bien lo sabe.
Fujimori, como muchos líderes, quiere trascender y esta salida lo desdibuja. Por eso, ahora más que nunca, reina pero no gobierna. Lo trasladan y rinden honores, pero todos saben que lo que diga, debe ser refrendado por los que realmente mandan.
Languidece así el segundo oncenio del siglo. Fujimori paga hoy el costo de su incursión en la política que la quiso renovar a su manera. La manera del manejo del poder sin instituciones, ni reglas ni normas. Su mejor criatura se lo recuerda crudamente a cada paso. El problema es que la democracia peruana comparte el costo de otra aventura autoritaria que se pudo evitar.
(Canal N, Lunes 23 de octubre 2000)