Para ello, la convocatoria, las características de la Constituyente, sus atribuciones y el marco legal electoral en que fue concebida, así como la forma en que se removió a las más altas instancias del JNE, estuvieron plagados de irregularidades. Estas se han mantenido a lo largo del escrutinio. La transparencia del proceso electoral está, por decirlo lo menos, puesta en tela de juicio. La competencia como en ningún otro caso, estuvo signada por la apatía, desinterés y el desconocimiento -por parte del electorado- de los fines y alcances del CCD. A esto se agregó el calendario estrecho, la falta de imagen independiente del JNE y la solitaria campaña millonaria -apoyada por el aparato del Estado- por parte de la lista oficialista. En la medida que no participaban los grandes partidos políticos – sometidos a presión por Fujimori y sacados del juego electoral por sus maniobras, al margen de sus propios errores que imposibilitaron una participación- el ciudadano promedio tenía el legítimo derecho de preguntarse si valía la pena votar y cómo hacerlo. ¿Por qué no darle el voto a Fujimori (no a Nueva Mayoría)? Porque, como se sabía, si éste no obtenía mayoría absoluta y se configuraba un parlamento opositor, ¿no amenazó, acaso, con cerrar el CCD? ¿la ciudadanía, a fin de cuentas, no sintonizaba con esta propuesta con tal de darle cierto orden al caos que nos persigue en los últimos años? Por otro lado, ¿por qué darle el voto a las agrupaciones oficialistas, si la mayoría de ellas no tenían una diferencia sustantiva ni clara con los postulados del gobierno? ¿O acaso se pensaba que el elector le interesaba -ahora que está en descrédito todo lo relacionado con la política y sus instituciones- que existiera el tan mentado "equilibrio de poderes"? Teniendo en cuenta estas características, el proceso electoral del 22 de noviembre estaba lleno de suspicacias sobre la precariedad del mismo y la autonomía del CCD.
De otro lado, a ojos de la opinión pública -que aún deposita las esperanzas en el proyecto de Fujimori- el régimen autoritario empezaba realmente el 5 de abril, fecha del golpe de Estado, y no en julio de 1990. Esto es importante en términos de resultados electorales, pues en casi todos los gobiernos democráticos, con popularidad, en los dos primeros años, ninguno perdió elección alguna. Así fue en 1963, 1980 y 1986, cuando listas oficialistas apoyadas por Belaúnde y Alan García lograron mayorías electorales para las candidaturas de AP y APRA. Obtuvieron sendas victorias, particularmente en las plazas más importantes. Por ejemplo, en el caso de Lima, donde incluso el APRA ganó en 1986, por primera vez en su historia. Es decir, en los primeros momentos de gobierno, cuando aún cuenta con el estado de gracia, el apoyo ciudadano extiende su esperanza en el gobierno, pasando a ser un elemento fundamental que favorece a la lista oficial.
En este contexto podemos señalar que el triunfo de Fujimori (así señalado, porque dirigió y monitoreó a la nueva agrupación denominada Nueva Mayoría/Cambio 90) es inobjetable electoralmente, pero políticamente insuficiente como para liquidar, de una vez por todas, a lo que se ha venido a denominar los partidos políticos tradicionales. Este hecho es de real importancia, pues el presidente de facto sabe claramente que la única oposición orgánica que se le puede enfrentar, aparte de las Fuerzas Armadas, son los partidos políticos y sus líderes. Quizá su mayor victoria en este campo es haber logrado desgastar -más allá de los errores de ellos- la imagen política de Alan García y Mario Vargas Llosa, y con ello, parte de sus propuestas. Si a ello se agrega una izquierda inmovilizada, hace un buen tiempo, no se percibía una oposición consistente al proyecto autoritario. Para muchos, más allá de Fujimori, era el vacío. Y, quienes lo llenan en el Perú del los últimos tiempos, son los sujetos de la guerra: las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso.
Si comparamos los resultados de Nueva Mayoría/Cambio90 con las anteriores elecciones, podemos considerar un gran incremento si se lo hace con la primera vuelta electoral de 1990, pero un decremento si se lo compara con la segunda vuelta del mismo año: Fujimori pasa de un 32% de los votos válidos a un 65% en la segunda vuelta electoral. En esta oportunidad su máximo se encontraría alrededor de la mitad de ese mismo universo. Esto nos indica que un sector del electorado aprista e izquierdista, que apoyó a Fujimori en aquel año, no regresó a sus predios iniciales, sino que se mantuvo con la propuesta oficialista. Pero el porcentaje dejado por ese sector que sí regresó a las canteras apristas e izquierdistas, fue compensando con su nuevo apoyo, que proviene de las canteras de la derecha. De esta manera, no sólo se dio una corrida de los técnicos, ideólogos, y escribidores de opinión del vargasllosismo a las huestes fujimoristas, sino también de parte de su electorado. Esto es claro, cuando se observa, por ejemplo, la votación obtenida por Nueva Mayoría en los barrios de mayores ingresos de Lima. Con esta votación la lista oficialista conquista la mayoría absoluta en el nuevo Parlamento Constituyente. Si los parlamentos mayoritarios populistas (1980-85) y aprista (1985-90) se subordinaron, sin problemas, al Ejecutivo, no es descabellado pensar que en esta oportunidad la situación no será distinta. El resquebrajamiento interno de la banca oficialista que podría producirse, estaría compensado por los deseos de apoyo y la falta de líneas claras de diferencia con los otros grupos no gobiernistas. Eso ya se vio en la primera reunión entre la mayoría de los partidos y movimientos, que participaron en la contienda del 22 de noviembre, con el Ing. Yoshiyama. Habría que agregar, sin embargo, que tratándose de partidos menores y grupos recién alumbrados, la victoria no fue ni abultada ni irreversible. Si los partidos políticos menores PPC, MDI y FNTC obtuvieron resultados, si no muy altos, sí lo suficiente como para seguir manteniendo su vigencia, la participación de todos los grandes partidos hubiera cambiado el panorama de los resultados. Es posible que Nueva Mayoría hubiera ganado, pero con un porcentaje bastante menor, sin mayoría absoluta en el Parlamento y muchos de los nuevos grupos estarían con sus bancadas empequeñecidas. En este escenario las listas no gubernamentales se reparten, en parcelas muy pequeñas, la otra mitad de la torta electoral, sin llegar a ser ninguno de ellos cabeza de una oposición consistente, tanto por su número como por su calidad y ascendencia sobre los demás.
En relación a las transferencias de votos, parece ser que gran parte de la votación aprista ha ido a engrosar los votos blancos y viciados, otro porcentaje se quedó en Cambio 90 y un pequeño sector a Coordinadora Democrática de José Barba. En el caso del voto izquierdista, los del PCP votaron por MDI y SODE y los del PUM y UNIR incrementaron los votos nulos y viciados. Ningún partido mantiene su clientela electoral sin variaciones. Este también es el caso de los antiguos electores del PPC, que han pasado -a lo largo de estos dos años- a las filas de Nueva Mayoría/Cambio 90. Pero, a su vez, el pepecismo ha recibido el apoyo de electores populistas y liberales, motivo por el cual mantiene su votación histórica. En el caso de Renovación, su mayor porcentaje proviene del Partido Libertad y un pequeño grupo de AP. Finalmente, el FIM ha extendido su porcentaje limeño a nivel nacional, logrando obtener votos de populistas y libertarios.
Un elemento que vale la pena anotar y que ha motivado el entusiasmo del régimen, es el porcentaje de ausentismo. Si éste se mantiene en ascenso, es probable que se empine al mayor porcentaje de la historia. Sin embargo, este porcentaje ha sido atribuido de manera irresponsable a la política y táctica de Sendero Luminoso. Ausentismo, relativamente alto, ha existido en el Perú antes de las acciones conocidas de Sendero Luminoso: 21% en el año 1980, por dar sólo un ejemplo. Esto se explicaba por la falta sistemática de la depuración del registro electoral. Esta fue una de las razones por las que el ausentismo llegó hasta alrededor del 35% en 1983. Al año siguiente, se creó el nuevo registro electoral y la primera elección produjo una reacción sustantiva de este rubro: 9%. De allí para adelante creció en forma tal que llegó hasta cerca del 22% en el año 1990. Este año, al ya anotado elemento de falta de depuración del registro electoral, se añade las migraciones internas producidas por la violencia política, así como la apatía -nunca antes vista-, desconocimiento y falta de credibilidad en el acto electoral. Esto coloca a los ausentes, no en una posición senderista, aunque sí de distancia, por el descrédito y falta de entusiasmo, por los actos de la vida política peruana incluyendo, por supuesto, el electoral.
Si se mantienen las proyecciones de estos días, en relación a los votos nulos y blancos, estos si bien no han crecido en las proporciones esperadas por sus propagandistas, sí será el más alto porcentaje de la historia electoral. En las zonas llamadas de emergencia -según todos los indicios- estos porcentajes también se han incrementado. Pero, en general, los votos nulos y blancos han seguido el mismo patrón de siempre: más alto en la sierra que en la costa, en el campo que en las ciudades, en las provincias que en Lima. Si hacemos el ejercicio de sumar la cantidad de electores ausentes más los que anularon o votaron en blanco, el porcentaje podría llegar hasta el 40% de los electores. Porcentaje alto si se tiene en cuenta que en el año 1990 llegó hasta el 27%. Estamos pues delante de una cifra muy importante y que amerita tomarse en cuenta.
El gobierno obtiene así mayoría en el Congreso, permitiendo que la nueva Constitución fujimorista sea escrita fuera del CCD y aprobada dentro. Se legitimará Fujimori, pero a costa de concentrar todo el poder. En adelante, no tendrá ningún regateo para resolver -según su propia estrategia- los problemas fundamentales del país; pero, asimismo, este escenario puede ser su talón de Aquiles: si no cumple sus promesas, la caída será más dura. El estado de gracia no durará mucho y así se aproximará, como suele suceder en estos casos, a los ya conocidos plazos tradicionales.
(Ideele, año 4 No. 45-46 diciembre 1992.)