Para ello, no ha tenido mejor idea que, aprovechando las elecciones al congreso constituyente (democrático), modificar las reglas de juego electorales, es decir las reglas de juego políticas. ¿Cuáles son los objetivos declarados de esta idea? En vista de no poder reformar el país y fundar la historia a partir del 5 de abril, a su imagen y semejanza, Fujimori quiere demostrar a los partidos no sólo que son irrepresentativos sino que se encuentran en decadencia política. Para ello, busca, se entusiasma, anuncia, retrocede, a cuanta idea sobre reforma electoral le pasan por delante. Su acercamiento al tema es pues, evidentemente pragmático. Es decir, no sabe nada, por eso su entusiasmo es efímero y por eso también sus asesores oficiales y oficiosos se desesperan por encontrar la fórmula del encanto. El problema, no es que no exista para gustos tan caprichosos, sino el cómo aplicarla y qué relevancia tendría para el futuro político.
El tema reviste indudablemente una importancia singular en el reacomodo del tablero político peruano. Vale la pena, por ello, señalar que en América Latina se han desarrollado, a lo largo de los ochenta, debates sobre reforma electoral de variada intensidad y éxito. Algunos de ellos, como en el actual caso peruano, con una clara perspectiva de acomodar a los representantes de los regímenes de facto en una mejor posición política para el futuro y afectar a ciertos partidos políticos, como ocurrió con Pinochet y su ley electoral en 1989.
Ya se ha escrito mucho en la literatura política acerca de los efectos que tienen los sistemas electorales y las leyes que los rigen, en la institucionalidad política y en el sistema de partidos. Es decir, aquí no puede existir ninguna inocentada de parte del régimen en cuanto a optar por las diversas gamas de posibilidades al interior de los sistemas electorales. Por esta razón -y como Fujimori nunca da puntada sin hilo- si los partidos políticos, la prensa y la opinión pública no están atentos a sus decisiones, les puede hacer pasar un trago amargo. La experiencia internacional -y el último decenio en América Latina- muestra contundentemente que para que se realicen reformas electorales, deben producirse consensos que involucren a un amplio espectro del abanico político, donde no sólo se encuentren presentes los partidos políticos, pero en ningún caso sin ellos. Olvidarse o querer obviar este punto es de una miopía propia del que se envilece con el corto plazo. Por ejemplo, y aquí hay un tema en debate, plantear distritos electorales uninominales (80, como caprichosamente se le ha ocurrido a Fujimori) implicaría pasar de un sistema electoral proporcional, que nos rige hace décadas, a un sistema electoral mayoritario, al estilo anglosajón. Sin embargo, los grandes cambios en la legislación electoral en lo que va del siglo, muestran que en todo el mundo se ha pasado de los sistemas de representación mayoritaria al proporcional, salvo el caso de Francia. Todos los demás cambios se hicieron al interior del sistema proporcional, incluso en el Perú. Es más, en todos aquellos casos de reforma electoral en América Latina, participaron en forma de diálogo o formas institucionalizadas, como parlamentos o constituyentes, todos los partidos políticos, en algunos casos, incluso, en momentos de dictaduras. Otra forma no es sólo antojadiza sino que pone más piedras en el camino, en el ya entrampado debate actual.
Todo lo anterior nos lleva a plantear lo siguiente: a pesar de que nuestra legislación electoral no es de las mejores y hay puntos en los que deben urgentemente modificarse, no es una mala idea, para estas elecciones constituyentes, mantener en pie la legislación vigente. Para los efectos esto significa: distrito electoral único, listas completas (de cien representantes) con voto preferencial (si se desea doble) y cifra repartidora. Al interior del Congreso Constituyente, en donde se encontrarán los representantes políticos, independientes y de partidos deberá debatirse democráticamente para el futuro, una ley electoral duradera, moderna y consensual. No existe, pues, una ley electoral que pueda contentar a todas las "cúpulas partidarias", como se intenta hacer creer en el discurso oficial. Esa es pura demagogia o ignorancia imperdonable. Por el contrario, los sistemas electorales son productos de compromisos y consensos, generalmente dificultosos, de las verdaderas fuerzas políticas en un determinado momento. De esta manera, todas aquellas propuestas que buscan modificar de antemano las reglas de juego electorales, intentando influenciar al dictador, deben ser vistas con total desconfianza. No deben existir grandes modificaciones entre bambalinas. Nuestros partidos políticos no son los mejores, que duda cabe. Deben modificar no sólo sus estructuras (¿Cambio 90 las tiene?), sino también exigirles cambios en sus propuestas y su modo de actuar. Aquí tienen ellos una oportunidad, quizá la última, de replantear sus perspectivas de lucha política y de acceso al poder. Son, finalmente, los partidos que tenemos y con ellos se requiere trabajar, criticándolos, aceptándolos o rechazándolos. Todos los partidos que las dictaduras quisieron eliminar, regresaron tarde o temprano. Sólo la ciudadanía tiene el derecho de hacerlos desaparecer y de seguro dará cuenta de algunos en el próximo proceso electoral.
(1 de setiembre de 1992)