Como diría Cerroni, la reconstrucción interna es una condición esencial de la reconstrucción externa. Es decir, los partidos están obligados a exhibir que en sus estructuras internas fermentan los ingredientes con los cuales sostienen que la sociedad del mañana será mejor. Ese ha sido uno de los retos presentes.
Uno de los grandes obstáculos para la construcción de la democracia en nuestro país ha sido la debilidad del sistema de partidos. El quinquenio que termina ahora no ha hecho sino poner en evidencia la profunda debilidad de este sistema, tanto en su forma como en su contenido. La crisis de representación política no es, sin embargo, producto del trazo abrupto de acontecimientos inconexos. Más bien, representa la íntima relación que existe entre la cultura política peruana y las formas de ejercicio de la participación política. A lo largo de la década los gobiernos, en forma consecutiva, han terminado desprestigiando y erosionando al propio sistema político y la gestión pública en particular. Esto contribuyó a una frustración acumulada de vastos sectores sociales, con una clase política que se mostró incapaz de representarlos. Es así que la incredulidad hacia la élite fue ganando espacio, mientras las diferentes propuestas políticas se hundían en el enredado juego del poder, cuyas pocas reglas de juego eran, con frecuencia, olvidadas o violadas. En este contexto el sistema de partidos, que se conformó en la década postmilitar, sólo podía ser mínimamente estable.
De otro lado, las instituciones políticas no sólo no funcionaron eficientemente, sino que se mantuvieron distantes de la sociedad civil, donde, por su parte, movimientos sociales y segmentos de la población demandaban al Estado en forma creciente y violenta. Las imágenes fueron delimitándose: parlamento apéndice del ejecutivo (esto válido en toda la década del ochenta); presidente pujante, pero con un discurso esquizofrénico y demagógico; municipios incapacitados del gobernar su localidad; burocracia endémica y, muchas veces, corrupta; políticas económicas corrosivas al bolsillo popular; demandas regionales permanentemente postergadas. En la medida que la distancia entre clase política y clases plebeyas se hizo dramática, los discursos políticos aparecieron significativamente demagógicos y oportunistas. Es así que todos los partidos políticos integrantes del abanico del sistema no sólo no pudieron articular demandas, sino que sus adhesiones orgánicas fueron cada vez menores. En consecuencia, cada vez más la política aparece, ante los ojos de la mayoría, como espacio de la ineficiencia y la mentira.
En este escenario, con una institucionalidad política precaria, golpeada duramente por la crisis económica y violencia política, y partidos políticos débilmente organizados, los líderes políticos fueron creando y articulando opinión sobre lo que debe ser el político y su relación con las maquinarias partidarias. Es así que, desde la derecha, con Vargas Llosa y desde la izquierda, con Barrantes, hicieron de la crítica a los partidos políticos su bandera. Se asentaron y beneficiaron de su articulación con sus núcleos militantes y sus maquinarias pero, a la vez, contribuyeron a erosionar su imagen. No era para menos. La desintegración política se manifestó abiertamente. Es así que en todos los partidos políticos se desarrollaron contradicciones internas muy duras: García y Alva en el Apra; Barrantes y Diez Canseco en IU; Borea y Amiel en el PPC; socialcristianos y liberales en Libertad.
Si las adhesiones políticas electorales fueron siempre variables, al final de la década, rompieron los canales convencionales de los partidos políticos y, como un huayco, buscaron sus propios causes. Belmont en noviembre pasado, Fujimori este año, lo demostraron. Con una disposición de buscar nuevas alternativas a los partidos este año, el electorado encontró el camino a Alberto Fujimori. En Cambio 90, agrupaba alrededor suyo no sobre la base de propuestas políticas sino de determinadas alianzas sociales -pequeños empresarios, profesionales, técnicos, evangelistas, etc.- y derrota a todos los partidos, incluyendo al poderoso Fredemo. Paradójicamente, veinte años después, Fujimori -como Velasco en su momento- quiere hacer política con un discurso antipartido. No quiere oxigenar el sistema de partidos y promover de democracia interna de los mismos, sino sobreponerse a él y sus integrantes. Aprovecha de la crisis que los atraviesa para reclutar militantes de AP (principal petardista del Fredemo), IS (incapacitado para forjar su nuevo partido), IU (entre el apoyo gubernamental del MAS y la renuncia pumista), al margen de los partidos como en su momento también lo hizo el velasquismo con el Apra, la DC y el PCP. Sus inexistentes lazos con la institucionalidad política y social le otorgan ventajas en el presente, pero con su profunda debilidad del futuro. A su vez, pone en dura prueba a nuestro sistema político forjando sobre la base de partidos políticos. Sin éstos democratizando su práctica, emergen, nuevamente, con suma claridad la posibilidad de que en el Estado se desarrollen, sin límites, dinámicas caudillescas y mesiánicas. Pero, cuando un líder carece de una organización que lo acompañe, de una propuesta global de sociedad y una experiencia en el manejo de conflicto, tiende a concentrar la toma de decisiones y, por lo tanto, éstas estarán revestidas, con mayor frecuencia, de autoritarismo, sorpresas y desaciertos.
(La República, 29 de Julio de 1990)