Es así que la incredulidad fue ganando espacio, mientras las diferentes propuestas se hundían en el enredado juego del poder, cuyas pocas reglas eran permanentemente violadas. Acompaña a este escenario la violencia política y social, cuyas víctimas son miles de peruanos. El sistema de partidos que se conformó en la década posmilitar, parecía mínimamente estable. Se habló, por ello, de los tres tercios (no necesariamente iguales): izquierda, centro, derecha. La representación política parecía copada. Las listas independientes y grupos políticos distintos apenas tuvieron resultados muy pobres. En conjunto, todas no superaron el 7 por ciento. Bajo esta oferta, el electorado votó en seis oportunidades, en uno y otro sentido. Es decir, probó de todo.
Pero las instituciones políticas no sólo no funcionaban, sino que se mantenían distantes de la sociedad civil, donde, por su parte, movimientos sociales y segmentos de la población demandaban al Estado en forma creciente y violenta. Las imágenes fueron delimitándose: Parlamento apéndice del Ejecutivo, presidente pujante, pero con un discurso esquizofrénico y demagógico; municipios incapacitados de gobernar su localidad; burocracia endémica y, muchas veces, corrupta; políticas económicas corrosivas al bolsillo. Paralelamente, la distancia entre clase política y clases plebeyas se hizo de tal magnitud, que los discursos aparecieron demagógicos. Todos los partidos políticos integrantes del abanico del sistema, no sólo no pudieron articular demandas, sino que sus adhesiones orgánicas fueron cada vez menores. Cada vez más la política aparece como ineficaz. Nunca, salvo medianamente el Apra, llegaron a organizar a las clases y sectores sociales. Por ello, los partidos políticos, podrían obtener apoyos electorales importantes, pero sin incrementar sus pequeños núcleos de militantes. De esta manera, se incrementaba una mayoría ciudadana que no tenía compromisos orgánicos con los partidos.
En este escenario, con una institucionalidad política precaria, golpeada duramente por la crisis económica y violencia política, y partidos políticos débilmente organizados, los líderes políticos fueron creando y articulando opinión sobre lo que debe de ser el político y su relación con las maquinarias partidarias. Es así que, desde la derecha con Vargas Llosa, y desde la izquierda, con Barrantes, hicieron de la crítica a los partidos políticos su bandera. Se asentaron y beneficiaron de su articulación con sus núcleos militantes y sus maquinarias, pero, a la vez, erosionaron su imagen. Las elecciones municipales de noviembre pasado fueron las primeras manifestaciones de su volatilidad. En el recorrido de búsqueda de canalización de este sentimiento electorado encontró, en Lima, a Belmont y lo alzó como la primera mayoría con un porcentaje que supero a sus antecesores. Pero, en abril, se jugaban no sólo el gobierno sino el futuro y la esperanza de todos. La razón y la pasión disputaban su lugar. En el escenario electoral, aparecían candidaturas con diversos argumentos e historias de vida.
El Fredemo, gracias a Vargas Llosa, elevó nuevamente a la derecha como opción competitiva y, utilizando todos los recursos que permiten el poder de los grupos económicos y con una propuesta liberal radical, cerró filas con las clases propietarias -ex compañeras de ruta de García- y las clases medias. La libertad fue su consigna y se lanzó a captar a los sectores populares. Durante cerca de dos años, delineó un discurso político donde su blanco fue el Estado y aquellos quienes lo manejaban. Asoció con cierto éxito, en esta empresa al Apra y la izquierda. Concentró así las mayores expectativas. Sin embargo, dos años desnudan también algunos puntos débiles, la preciada independencia no podía mantenerse inmaculada, cuando, en la conciencia ciudadana, estaba aún de manera fresca el gobierno de la alianza AP-PPC, a quienes había castigado en las urnas, en el período 85-86. Los conflictos, por lo demás propios de un frente, sacaban a relucir también la competencia de intereses contrapuestos. El discurso vargasllosiano que incluía políticas drásticas de ajuste; liberalización de la economía, con un elevado costo social, mostrado cercanamente por las experiencias de Argentina y Brasil, encontraba también en su petit-comité uno de sus límites. Vargas Llosa, Belaúnde, Bustamante, entre otros apellidos, cerraban un entorno propio del antiguo régimen, las relaciones eran no institucionales sino de parentesco. Distancia y cercana de los partidos tradicionales eran caras de una misma moneda, que se utilizaban indistintamente. De esta manera, por más que las encuestas lo daban como favorito, la adhesión a Vargas Llosa era precaria. Si ello se agrega un compromiso con sectores empresariales, a quienes se acusó en la campaña de ser los abanderados del mercantilismo, es decir, sin bandera, el ciudadano promedio barruntó que todo ello no era precisamente el "gran cambio". El elector podía preguntarse legítimamente ¿de qué vale un programa nuevo, cuando detrás de ellos se encuentran los viejos políticos? El primer llamado de atención fueron los resultados electorales municipales. El Fredemo si bien ganó, sus porcentajes eran bastante menores de los que necesitaban para obtener "un mandato claro" y en la primera vuelta. En enero ya se podía sostener que Vargas Llosa no la sobrepasaría. Sin embargo, las expectativas fredemistas de triunfar se mantenían intactas y bajo este objetivo siguieron laborando. El poder lo sentían demasiado cerca como para ser una ilusión.
La izquierda, al igual que en 1980, se autoeliminó como una opción probable. Todo el año 89 fue escenario de conflictos alrededor de propuestas y liderazgos, los mismos que se prolongaron hasta provocar el hartazgo de sus militantes, y que concluyeron con la división en el peor momento: en medio de la campaña electoral municipal. IU fue la agrupación más afectada por dicho acontecimiento, a lo que se le agregó un candidato presidencial afectado por la derrota electoral municipal, los acontecimientos de Europa del Este y Nicaragua, sobre los que la dirigencia izquierdista no quiso pronunciarse. En ningún momento la candidatura izquierdaunidista llenó las expectativas de la mayoría popular. Sin esperanza de triunfo, la campaña fue obra sólo de los candidatos. De esta manera, las expectativas de IU no podían ser muchas. Así lo entendió también su electorado. Izquierda Socialista tenía la esperanza puesta en su candidato. Barrantes fue, para los más pragmáticos, el motivo de la ruptura de IU. El magnetismo de su carisma le permitiría constituirse como una alternativa para una nueva versión de de centroizquierda en nuestro país. IS requería de Barrantes. El dos por ciento que obtuvo el Acuerdo Socialista en las municipales no era suficiente para elevarlo a una competencia exigente. Sin embargo, su líder mantuvo y acrecentó los vacíos que ya tanto conocían sus nuevos viejos aliados. Desconfianza extrema en los partidos, decisiones individuales desconcertantes, falta de iniciativa política, maltrato a los líderes que le pueden hacer sombra, pasando por el apoyo, nunca aclarado, a un presidente como García. Si a ello se le agrega la responsabilidad asignada por sus por sus antiguos aliados como divisor de la izquierda, es posible entender la temeraria pendiente de descenso de simpatías que lo ubican, hace un año, como líder con mayor probabilidad de ganar, a tentar la segunda mayoría. Las expectativas de IS se mantuvieron, en todo caso, en este último nivel.
El Apra nunca muere, gritaban sus militantes una vez más, para ello hicieron esfuerzos denodados por elevar la candidatura aprista. El resultado fue hacer competitivo, incluso, a Luis Alva Castro, personaje no beneficiado por el carisma. Rememorando en la conciencia histórica aprista, sonaron los tambores de guerra para enfrentar a la "plutocracia", como gustan llamar sus dirigentes. Alva Castro apareció como el candidato opositor a una derecha que aparecía arrollante y arrogante. Así fue por unas semanas. Las aguas, sin embargo, se mantenían movidas. Para un sector importante del electorado, la alternativa del 8 de abril se situaba en tener que escoger entre dos pesadillas. La competencia electoral agotaba y, en algunos casos desprestigiaba a las candidaturas con pullas, acusaciones, denuncias y hartaba al elector con una atosigante competencia cainita y despilfarrante por el voto preferencial, como mostraba diariamente la televisión. En ese momento, un importante sector del electorado sentía la necesidad de resistir la victoria fredemista. Se sabía lo que no se quería, pero no se sabía lo que se quería.
En aquella disposición de buscar nuevas posibilidades, el electorado encontró en el camino a Alberto Fujimori. Candidato independiente, profesional, hijo de inmigrantes como se sienten muchos peruanos en nuestro país, el ingeniero Fujimori agrupaba alrededor suyo, no sobre la base de propuestas políticas sino de determinadas alianzas sociales: pequeños empresarios, profesionales-técnicos, evangelistas, etc. Cuando costosamente rompe el huevo que las encuestas llaman "otros e independientes", el electorado lo ubica en su búsqueda adhiriéndose en oleadas sucesivas. Era el manto necesario para cobijarse de la tormenta fredemista. El estado de ánimo, que en parte es la votación de Fujimori, provoca la puesta en marcha de una red de comunicación popular sorprendente. Como un reguero de pólvora, la capital, primero, las ciudades que visita el ingeniero posteriormente, y aquellas provincias a las que llegó la noticia como una voz lejana después, los electores se dejan arrastrar por el fenómeno. Es el Midas oriental: lo que toca lo convierte en votos. Se pone así de manifiesto la enorme capacidad de comunicación del país, alternativa a la convencional e incluso contraria a ella. El trabajo del Apra y la izquierda, de maltratar al candidato fredemista y criticar su propuesta, fue capitalizado por el único independiente en competencia. Como diría Julio Cotler: nadie sabe para quien trabaja. Fujimori se convierte en el candidato necesario para salir del atolladero de la alternativa Apra/Fredemo. Es así que miles de peruanos se sintieron tentados de votar por Fujimori, en muchos casos sin conocerlo. La fuerza social de este fenómeno se fue retroalimentando, de manera que nadie ya lo podía parar. Ni los ataques que lo calificaban de proaprista, ni el despertado y nefasto racismo oligárquico de algunos fredemistas, lograron quebrar su curva de ascenso. Sólo la meta del 8 de abril impidió que el ingeniero tocara el cielo del 50 por ciento de los votos. Se concentra en Fujimori el voto antipartido, de antipolíticos profesionales, pero que no es ni aprista ni izquierdista. Sus inexistentes lazos con la institucionalidad política y social le otorgan ventajas en el presente, pero son sus profundas debilidades del futuro. El respiro mayoritario del ciudadano ante la derrota fredemista postergó la decisión final. ¿Por qué no pensar, como algunos economistas, que el largo plazo no existe?. Lo demás es historia conocida.
(La Republica 15 de abril de 1990)