Ante un asesinato, como los que espectamos cotidianamente, se produce un inmediato rechazo, casi unánime; sobre este ánimo altamente sensibilizado de la ciudadanía se alzan voces que, apelando al instinto de venganza, quieren convertirlo en una medida que penalice con el mismo efecto que ha producido un hecho. Como dijo Kant – apóstol de la pena de muerte-: “el que ha matado, debe morir”. Es el clásico principio talional que el avance de la ciencia jurídica ha dejado atrás, pero siempre se exige ampliarlo, cuando no restituirlo. Aquellos quienes así lo exigen forman parte del pensamiento penosa y peligrosamente conservador.
La pena de muerte ha demostrado ser ineficaz desde varios puntos de vista. No forma parte de ninguna política de prevención del delito, con mayor razón en el caso del terrorismo que no pone como fin el hurto, la violación, el secuestro, etc. sino un fin político, estemos o no de acuerdo con él. Por otro lado esta medida carece de eficacia intimidatoria y ejemplificadora. Según estudios realizados en los países donde se amplió o implantó la pena de muerte, el número de criminales no disminuyó. En el caso del asesinato político, la intimidación no existe desde el momento en que la entrega a los principios e ideales, forma parte del riesgo de la militancia. En el caso de religiosidad política de Sendero Luminoso, la pena no sólo no lo intimidaría, sino que reafirmaría sus convicciones políticas, sobrevalorando cada vez más la violencia, ya no sólo como medio, sino como fin. Por último o por una cuestión de principio humano nadie tiene derecho ni el Estado, de quitar la vida a nadie, especialmente cuando se carece de alternativas renovadoras de sociedad.
Sin embargo se sigue exigiendo el restablecimiento de la pena capital una y otra vez. Según nuestro ordenamiento constitucional, ello sólo podría ocurrir si la enmienda es aprobada en dos legislaturas consecutivas. Si tenemos en cuenta que la mayoría del actual Congreso es contraría a esta medida, los “restituistas” tendrían que esperar un cambio en el pensamiento en el partido de gobierno (es decir que ganen los Limo, Valencia, León Alegría) o al próximo Congreso de 1990 y tentar nuevamente. Si lo primero ocurre, no sólo estaríamos ante un retroceso histórico en materia constitucional y política, sino que el Perú tendría que enfrentar a la comunidad internacional, pues se negaría como firmante y ratificante de la Convención Americana de los Derechos Humanos (San José de Costa Rica, 1978) donde se estipula que la pena capital no se extenderá a más causales que las que se aplica en el momento de firmada la declaración. Y esto no es cualquier cosa, pues según el artículo 105 de nuestra Constitución, los tratados internacionales sobre derechos humanos tienen rango constitucional.
Es decir, quienes hoy proponen el plebiscito (muy usado por Pinochet y amigos) como instrumento para apoyar la pena de muerte a base del ánimo ciudadano, no sólo transgreden una Constitución que no contempla la medida, sino que buscan en el fondo un apoyo social y político allí donde constitucionalmente no lo tienen. La pena capital es generalmente exigida por militares (ministros de Marina y Guerra), miembros conservadores del aparato jurídico (fiscal Elejalde), como algunos líderes políticos conservadores (Francisco Belaúnde) y hoy por algunos miembros del APRA (diputado Limo). En definitiva, se busca concentrar en una pena desdeñable una medida antisubversiva, cuando en el fondo lo que se demuestra cotidianamente es el fracaso de la estrategia general para combatirla. Cosa que en gran medida sigue siendo exclusivamente militar.
(La República 11 de Junio de 1986)