Escribí este artículo, en 1984. Mantiene algo de vigencia:
"Meterse en la cuestión de fondo hombre-mujer, negar en este sentido el antagonismo abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar quizá con iguales educación, con iguales exigencias y deberes: todo esto es un típico índice de una mente superficial… El hombre debe ser educado para la guerra y la mujer para reposo del guerrero: todo lo demás es necedad".
Sin duda este pensamiento del siglo XIX, cuya autoría pertenece a Nietzche, se perenniza en la ideología dominante de nuestros tiempos, pretendiendo atenazar cualquier espíritu subversivo por parte de las mujeres en la lucha por su igualdad.
Sometidas hasta la saciedad en un estereotipo de mujer-ideal, sostenida por muchos como un objeto sexual que reporta pingües ganancias para sus promotores, sosegada de adjetivos que buscan sublimar supuestas virtudes naturales, la mujer es oprimida, explotada y tambien discriminada.
Durante mucho tiempo se pensó que la inferioridad de la mujer respondía a una necesidad natural a manera de complemento del hombre. La mujer era inferior a éste desde su nacimiento y estaba destinada a jugar un determinado rol en la familia y en la sociedad que correspondería a su estado de inferioridad.
Arrinconada y encerrada en las paredes de la casa, la mujer se le negaba espacios distintos y autonomía con respecto al hombre. La mujer, por lo tanto, debería ser dócil, materna, frágil, irreflexiva, abnegada. Madre del hijo, mujer del esposo, siempre dependiente de otro, nunca autónoma, objeto de deseos ajenos. La imagen de este tipo de mujer, ha sido reforzada por mitos, religiones, filosofía, leyes, literatura, conformando una ideología de dominación que permitía establecer una imagen de necesidades que no eran las suyas. Si bien este cuadro ha cambiado en muchos países, en lo sustantivo se mantiene, barnizandose simplemente las formas y, en el caso de nuestro país, ni siquiera eso.
La situación de la mujer está, sin embargo, emparentada con el tipo de familia que le da contorno y con la forma de sociedad que le permite reproducirse. Según los estudios antropológicos, en el antiguo hogar primitivo que comprometía a un sinnúmero de parejas conyugales con sus hijos, la dirección del hogar confiada a las mujeres -como la de los víveres confiada a los hombres- era una empresa colectiva. Las cosas cambiaron sustancialmente con la familia patriarcal y se acentuó con la monogamia. El hogar convirtió su carácter social para transformarse en servicio privado: la mujer se alejó de la producción social para reproducirse a criada principal de la casa. A pesar que el capitalismo industrial le abrió el camino nuevamente de la producción: hogar y trabajo. Si quiere cumplir con las exigencias del servicio privado de la familia, queda excluida de la producción; y si quiere tomar parte en la producción y obtener ingresos por su cuenta, le es casi imposible asumir las exigencias familiares. La familia patriarcal, basada en el dominio del hombre sobre la mujer, funda sus raíces en la esclavitud doméstica franca o disimulada de la mujer y la sociedad moderna conforma una masa cuyas moléculas son las familias individuales. Finalmente, para otorgarle un carácter represivo y culposo al interior de dicha conformación familiar se liga indisolublemente la sexualidad femenina a su función básicamente reproductora. En una cultura de sentimientos patriarcales, uno de los elementos centrales para perpetuar la opresión de la mujer será justamente reducir la sexualidad a su función reproductora. Modelo sexual que tiene como riesgo permanente el de concebir muchas veces sin desearlo, desechando cualquier posibilidad placentera en la relación de pareja.
Vistas así las cosas, resulta fácil pensar que quien está en el poder, tiene la facultad y la potestad de establecer las expectativas, aspiraciones, naturaleza y límites -en este caso- de la mujer. Uno de los acontecimientos sustantivos del siglo veinte -según Mariátegui- fue la adquisición por la mujer de los derechos políticos del hombre. Gradualmente la mujer igualaba política y jurídicamente al hombre. La igualdad de los sexos ante la ley fue uno de los puntos del ideario liberal-burgués que había inaugurado con sus revoluciones. Sin embargo, los derechos civiles fueron, particularmente, sólo los derechos del hombre. Con la burguesía, las mujeres quedaron eliminadas de sus derechos políticos, que fueron conquistados, posteriormente, a lo largo de las décadas siguientes. Los juristas estimaban que el progreso de la legislación iba quitando cada vez más a las mujeres el motivo de sus múltiples quejas. Es así que los sistemas legislativos modernos absorbían progresivamente, con variaciones según los países, sus reinvindicaciones.
El contrato matrimonial libre, el divorcio, la igualdad ante el trabajo, el derecho al voto, fueron algunas de las banderas sociales y políticas que se plasmaron en leyes, pero que de ninguna manera consiguió suprimir la opresión de la mujer. En la mayoría de cuyos casos era doblemente explotada, como trabajadora y como mujer, de decir, en tanto clase social y género. Esta argumentación jurídica -progresiva igualdad legal- es exactamente la misma, usada para perpetuar la explotación también del obrero ante el patrón, el negro ante el blanco, el colonizado ante el colonizador, etc. La igualdad ante la ley, no implica necesariamente igualdad real. Este conjunto de contradicciones que incubaba la sociedad capitalista permitía, a su vez, el surgimiento del movimiento de mujeres, que empezaría por refutar tenuemente las desigualdades ante la ley, para pasar a cuestionar el sistema social en su conjunto en las últimas décadas.
La mayoría de los movimientos de mujeres en el siglo XIX pasaron a configurarse como movimientos "sufragistas", vale decir, por el derecho de voto para la mujer. En 1869 las mujeres norteamericanas, luego de confrontaciones, muchas de ellas violentas, obtuvieron por primera vez en el estado de Wyoming su derecho al voto. Estos movimientos sufragistas luchaban, sin embargo, por el voto restringido. Exigían el voto sólo para las mujeres de las capas medias y capacitadas económicamente. Las reivindicaciones feministas hallaron a inicios del siglo, el entusiasta apoyo de los partidos socialistas, quienes en el congreso internacional de Stutgartt (1907) asumieron la lucha por el voto para las mujeres, sin restricciones. Progresivamente se iban incorporando, las mujeres a las organizaciones políticas. Nombres como la alemana Clara Zeltkin, la polaca Rosa Luxemburgo, las rusas Alexandra Kollontay, Angélica Balabanoff, N. Krupskaja o la inglesa Silvia Pankhust permitieron, entre otras tantas anónimas, que se escuchara la voz de las mujeres.
En el Perú
En el Perú este movimiento tuvo características propias. Por la conformación especial de la sociedad peruana, la herencia colonial hacía sentir su peso y el gobierno aristocrático y oligárquico esgrimía argumentos principalmente coercitivos. Políticamente, la clase dominante peruana, incapaz de erigirse como clase dirigente e intentar plasmar proyectos de unidad nacional, lo que hizo fue excluir del quehacer político a las grandes mayorías, entre las que se incluye a las mujeres. Todo esto, permitido en una sociedad fragmentada, de asentamiento económico-rural y de una percepción moral-religiosa del rol de la mujer.
No debe, sin embargo, dejar de anotarse que hubo intentos de pequeños núcleos aislados de mujeres que pidieron el voto femenino aunque restringido. Fueron las primeras socialistas mujeres, María Jesús Alvarado y Adela Montesinos, quienes plantearon como un derecho también de las mujeres el voto universal para todos, sin restricción. En la segunda década del siglo conformaron el grupo "Evolución femenina", que tenía como sustento luchar en pro de la cultura y derechos de la mujer. Otras como Zoila Aurora Cáceres y Elvira García y García luchaban, a su vez, por la educación general y el derecho al voto.
Fue, sin embargo, en los cruciales años 30, cuando la discusión sobre los derechos de la mujer se plantearon de manera más abierta. El Parlamento Constituyente, conformado por oligárcas sanchecerristas, apristas y un pequeño núcleo socialista, culminó con el establecimiento del derecho al voto para la mujer sólo para la elección municipal. Tuvieron que pasar 25 años para que la mujer pudiera ejercer su derecho al sufragio, no porque se realizaran elecciones municipales -las primeras de las cuales recién se efectuaron 1963- sino por una ley que le otorgó dicho derecho como veremos más adelante.
Recordando una cita de Basadre que reproduce el número 6 de la revista "Mujer y Sociedad", el historiador republicano señalaba que "fué un imperdonable error haber negado en 1931 el voto a la mujer. La participación femenina en el proceso electoral de ese año llegó a ser muy intensa en su labor propagandística, fenómeno que no había ocurrido anteriormente".
En el parlamento, los grupos oligárquicos se opusieron al voto femenino al igual que al de los analfabetos; los apristas abogaron por el voto calificado, es decir, sólo a las mujeres que trabajan; y los socialistas, como Alberto Arca Parró, defendieron el voto femenino irrestricto, señalando sus reservas sobre la aplicación inmediata de dicha medida por las condiciones de inmadurez en que se encontraban las mujeres. Magda Portal, la poetisa y luchadora aprista de primera hora, tuvo una voz disidente en su partido. Más tarde, por su vanguardismo incómodo para la dirigencia, dejó las filas apristas.
Los gobiernos de Sánchez Cerro (1931), Oscar R. Benavides (1936), José Luis Bustamente y Rivero (1945) y el general Manuel A. Odría (1948) no cambiaron en un ápice la situación de las mujeres en sus derechos políticos. La década del 50 fue testigo, por otro lado, de los profundos cambios a los que se iba sometiendo la sociedad peruana: migración masiva del campo a la ciudad, conformación de las llamadas barriadas marginales, industrialización e incorporación creciente de fuerza de trabajo proletaria y su inmediata necesidad de organización gremial, revitalización del movimiento campesino. Todo ello, obligó a la oligarquía a asumir con pinzas la transición democrática que seguiría al ochenio dictatorial del odriísmo. El general fue el típico gobernante que combinó el oscurantismo represivo contra toda voz contestataria y el clientelismo en determinadas capas sociales, permitido por un contexto económico internacional de cierta bonanza de postguerra. En vista que no iba a volver a reelegirse como candidato único, como en 1950 cuando perpetró una de las mayores farsas electorales que se recuerda, decidió vía su Parlamento sumiso, otorgarle derecho al sufragio a las mujeres de 21 años que supieran leer y escribir o a las casadas mayores de 18 años con el mismo requisito. El calendario marcaba: 17 de setiembre de 1955.
Sin embargo, como recuerda la revista "Mujer y Sociedad" antes citada "ninguna presión social, ninguna movilización femenina antecedió a este hecho politicamente significativo en la historia moderna del país. Antes bien se conoce, a modo de anécdota, que las mujeres que laboraban en el Congreso Nacional se acercaron a agradecerle al general Odría, por tal consideración mostrada a su favor".
El sentimiento antidictatorial al ochenio posibilitó que el general no se presentara como candidato. Sigilosamente se ocultaba por unos años, apelando a la amnesia colectiva del electorado. Fue así como las elecciones de junio de 1956 permitió la presencia por primera vez en el Parlamento, de mujeres. Estas fueron las praadistas Irene Silva, Lola Blanco, Carlota Ramos, Juana Ubillús, Manuela Billinghurst, la aprista María Gotuzzo y la acciopopulista Matilde Pérez Palacio. No se trataba, sin embargo, sólo de participar y figurar políticamente si no se le daba a éste un sentido de reinvindicación fundamentalmente de los derechos propios de la mujer. Las primeras representantes parlamentarias entonaban con voz masculina su pensamiento, finalmente expresión de sus partidos. La segunda representación parlamentaria disminuyó ostensiblemente en el Congreso del 63 con la sólo participación de las reelegidas, María de Gotuzzo y Matilde Pérez Palacio. Igual número fue la representación femenina que llegó a ocupar un escaño en la Constituyente del 79, con la pepecista Gabriela Porto de Power y la focepista Magda Benavides, primera sindicalista mujer en ocupar un cargo de esta naturaleza.
La década del setenta había trastocado muchas relaciones sociales y las mayorías explotadas surgían en nuevas formas de organización tanto en el barrio, en la fábrica o en el campo. Las mujeres se incorporaban a la lucha cotidiana por el pan y el trabajo en una sociedad que sólo les permite sobrevivir. Se gestan también por aquellos años los primeros núcleos feministas que sin llegar a ser grandes movimientos motivaron y promovieron debates sobre la situación de la mujer entrocándose, muchos de ellos, con sectores populares. Se esforzaron en plasmar diversas teorías feministas expresando problemas y exigencia reales aunque no ausentes de serios problemas de implantación.
No podía ser de otra manera en un país como el nuestro, donde las mujeres representan poco más del 50 % del total de la población, el 25 % de la población económicamente activa y casi igual número de electores que los hombres. A pesar de conformar la mitad de los peruans, como bién lo señala la socióloga Marfil Francke, en un importante trabajo inédito, "Las mujeres en el Perú, ¿cuántas somos, dónde vivimos, cómo estamos?", los altos cargos políticos son nombrados por el partido gobernante y en él la presencia de la mujer es casi nula. Apenas el caso de una viceministro y el 5% en las direcciones generales y superiores. A nivel de alcaldías, si tomamos la última elección municipal, nos encontramos con que sólo dos (Huamanga e Ica) de 152 concejos provinciales están ocupados por mujeres y actualmente el Congreso Nacional tiene trece parlamentarias de un total, entre senadores y diputados, de 240. La diferencia entre representantes y representadas es así abismal. De alguna manera esto se explica por que la conformación de la estructura parlamentaria, medio del quehacer político, relega a la mujer a responsabilidades secundarias, en secretarías sociales, culturales y deportivas.
La voz de la mujer está en la actualidad presente en los clubes de madres, en los comedores populares, o en las marchas mineras y campesinas. Su liberación está, sin embargo, a la orden del día. Su emancipación será, obra de ellas mismas, cambiando las conciencias y transtornando las estructuras básicas de nuestra sociedad. Si esto sucede, parafraseando a Mariátegui, a los trovadores y a los enamorados de la frivolidad femenina no les faltará razón para inquietarse. La humanidad perderá objetos de lujo pero ganará mujeres.
(La República 25 de Agosto de 1984)
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