Por Jean Carlo Gonzalo Cuba Yaranga
La historia nos muestra los conflictos entre potencias y su obsesión por tener un ejército cada vez más eficiente, para ello ha recurrido a diversos métodos, podemos mencionar por ejemplo los entrenamientos desde edad infantil, la insensibilización al terror o la promoción de la crueldad en grupos de élite de varias culturas y que inclusive algunas prácticas continúan en distintas partes del mundo.
En el tiempo que nos ha tocado vivir, este interés del mejoramiento militar ya no se fija exclusivamente en el uso de la fuerza física o de armas cinéticas, el avance de las ciencias ha revolucionado de forma rápida el paisaje social en todas sus manifestaciones, obviamente estas se producen en países industrializados con la capacidad tecnológica y económica. Una de las áreas con mayor desarrollo es la neurociencia, que se encarga de estudiar “el sistema nervioso central (cerebro y la médula espinal) y periférico (redes nerviosas en todo el cuerpo) así como de la evolución de la comprensión del pensamiento humano, la emoción y el comportamiento” (Society for Neuroscience 2012). Tal es el grado de descubrimientos, que la inversión por parte de las potencias y empresas de armas se ha incrementado a partir de la segunda mitad del siglo XX[1].
Si bien este uso bélico de las neurociencias no es un evento espontaneo y totalmente novedoso, podemos tener un punto de partida en la Guerra Fría, época en la cual se producen experimentos de resistencia física y mental, en la mayoría de casos sin consentimiento del sujeto o como menciona el informe Brain Waves[2], lo ocurrido en Reino Unido durante la década del cincuenta y el inicio de los estudios de agentes químicos incapacitantes, en especial psicotrópicos para programas militares, resaltando los trabajos en Porton Down[3] con productos químicos, tales como los derivados de glicolato, que actúan sobre el sistema nervioso parasimpático. (Royal Society 2012)
En los últimos años, la desclasificación del Proyecto 112 (De Martos 2012), muestra las pruebas que se hacían en soldados con el incapacitante BZ o el alucinógeno LSD, así como otros compuestos químicos para probar antídotos, medir su potencial destructivo y determinar si era posible controlar el cerebro humano, todo ello orquestado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Ejército de Estados Unidos, comprometiéndose a varios científicos de la Universidad de Oklahoma. (Bonete 2010).
De acuerdo a lo publicado, se calcula que entre 1955 y 1975 (plena Guerra Fría) en los cuarteles de Edgewood Arsenal (Maryland, EEUU) se sometió sin consentimiento a aproximadamente 7,800 soldados y cuyas consecuencias generalmente se dieron en la afectación del Sistema Nervioso Central, como principios de Parkinson.
En el primer bimestre del año 2012, varios grupos de veteranos denunciaron ese atentado a su integridad, que formaba parte del proyecto aprobado durante el régimen de John F. Kennedy y que a la fecha los soldados expuestos desconocen exactamente qué tipo de experimentación fue llevada a cabo con ellos.
Se podría mencionar también los experimentos realizados para medir el alcance de privación del sueño o armas químicas, como las realizadas por el Ejército nipón con el Escuadrón 731 a mediados del siglo XX o recientemente la masificación de la tortura psicológica para obtener información, como sucede en el centro de detención más mediatizado, Guantánamo, y se podrían enumerar casos pasados y presentes de políticas de Estado secretas con la finalidad de utilización bélica de la neurociencia, así como del sujeto de experimentación. Están documentadas las constantes intenciones y acciones de algunos ejércitos de experimentar con su propia tropa, cuando no era posible hacerlo con prisioneros en forma de tortura.
Los antecedentes de este tipo de aplicación a la neurociencia, nos alerta para tomar una serie de medidas y precauciones. De a pocos, grupos académicos han ingresado el tema al debate público desde la perspectiva ética, pero se debe considerar la rapidez de estos avances y por ello es necesario la participación de los múltiples actores comprometidos (militares, neurocientíficos, abogados, filósofos, etc.) para que se den pautas y límites.
[1] El profesor e investigador Jonathan Moreno menciona las cantidades de millones de dólares entregados durante el año fiscal 2011, signado en los informes der National Research Council (NRC) y del Departamento de Defensa (DoD), que revelan la financiación en temas de investigación neurocientífica por intereses de seguridad nacional, o la agencia Defense Advanced Research Projects Agency (DARPA), tuvo un apoyo por parte del estado de $ 240 millones a diferencia de lo entregado al ejército ($ 55 millones), la marina de guerra ( $ 34 millones) y la Fuerza Aérea ($ 24 millones).
[2] Proyecto de la Royal Society de Londres que investigó la evolución de la neurociencia y sus implicaciones para la sociedad y la política pública.
[3] Agencia Ejecutiva del Ministerio de Defensa Británico, destinado a la investigación militar.