¿Imprescriptibilidad de delitos o seguridad jurídica?

¿Imprescriptibilidad de delitos o seguridad jurídica?

El Derecho penal es, en esencia, limitado (de hecho, sus límites son, a la vez, sus principios o fundamentos). Un Derecho penal ejercido de forma irracional no es, en estricto, Derecho penal o, en todo caso, no lo es en un Estado de Derecho. Y es que desde la Ilustración (S. XVII), momento en que la autoridad estatal reemplazó la justicia privada y reservó para sí el ius puniendi, se ha tratado de que el ejercicio de este derecho a castigar sea racional. La conexión entre el Derecho penal y la Constitución es, pues, inexorable, estrecha, y se manifiesta en que ésta, en tanto Norma Suprema del ordenamiento jurídico, provee a aquél de los pilares (“principios-límites”) que legitiman su intervención. Esto no puede ser de otra manera si se consideran dos ideas fundamentales: 1) que la finalidad de la Constitución es limitar el poder estatal y que el Derecho penal constituye el mecanismo de control más fuerte de ese poder y 2) que el ius puniendi del Estado se ejerce para alcanzar determinados objetivos y que precisamente la Constitución establece estas metas.

Pues bien, si el rol esencial de la Constitución es limitar el poder del Estado, ampliando de este modo la esfera de libertad de los ciudadanos, es cuestionable la decisión del Congreso de la República de haber aprobado en marzo, en una primera legislatura, el dictamen de las Comisiones de Justicia y Constitución que plantea modificar el art. 41 de nuestra Carta Magna para establecer la imprescriptibilidad de los delitos graves. En efecto, según la literalidad de la propuesta de modificación “La acción penal es imprescriptible en los supuestos más graves, conforme al principio de legalidad”.

Como puede verse, al igual que en los delitos de lesa humanidad y de genocidio, el baremo para determinar la imprescriptibilidad reside en la gravedad del hecho; por lo que, desde esta perspectiva, no existe objeción alguna al planteamiento legislativo. El mayor desvalor de la conducta, su mayor grado de afectación a bienes jurídico-penales fundamentales, es, sin duda alguna, uno de los principales argumentos sobre los que se puede fundar la declaración de imprescriptibilidad.

Ahora bien, en la medida en que el debate se ha centrado en los delitos de corrupción de funcionarios, cabe preguntarse si estos hechos, desde la óptica del principio de ofensividad, son lo suficientemente graves como para declararlos imprescriptibles. Formulada de otro modo, la cuestión es determinar si la seguridad jurídica y el derecho a no ser perseguido de forma indefinida están por debajo de la dañosidad social de esos ilícitos, hasta el extremo que precisamente este daño social justifica su imprescriptibilidad. La respuesta a esta interrogante es, inevitablemente, afirmativa.

En los casos de graves actos de corrupción de funcionarios, la imprescriptibilidad de la persecución penal se entiende perfectamente si se considera que el Derecho penal es un mecanismo de control necesario para preservar un determinado orden social. La corrupción de funcionarios, tan de moda en nuestro país, es de tanta gravedad que perturba las bases mismas de la sociedad, por eso, como resulta imprescindible el trascurso de lapsos temporales muy extensos para superar el nada insignificante daño social que tales delitos generan*, es necesario y razonable mantener vigente la posibilidad de perseguir y de sancionar, mientras vivan, a los presuntos responsables.

Si bien, en un artículo anterior, señalé que, correctamente entendidas, las demandas de la ciudadanía son por una mayor eficacia del sistema persecutor del delito, más que por medidas legislativas de carácter limitativo de derechos como la imprescriptibilidad de delitos, considero que, en el caso de la corrupción de funcionarios, es acertada la petición de la ciudadanía de que el plazo para perseguir estos hechos sea indefinido pues tal solicitud se corresponde con las características que estos ilícitos han adoptado en la actualidad.

En efecto, en los casos de corrupción de funcionarios de los últimos años es evidente la existencia de una estructura propia de crimen organizado que mantiene vínculos con agentes estatales del más alto nivel**, por eso, como el cristalizar la real eficacia del aparato persecutor es, en el momento actual, una tarea más que ardua (el rol de los funcionarios corruptos consiste también en impedir u obstaculizar, de alguna u otra forma, la persecución penal), resulta acertada la intención del legislador de declarar imprescriptibles los graves casos de corrupción de funcionarios***.

Es cierto que los casos más intolerables de corrupción de funcionarios tienen previstas penas no exiguas, lo que significa que los plazos de prescripción para estos supuestos son relativamente largos o, lo que es igual, el tiempo para perseguir y, eventualmente, sancionar por estos hechos es suficientemente razonable. Sin embargo, a partir de la veracidad de estas premisas, no se puede concluir que, hoy por hoy, sea un exceso el declarar imprescriptibles tales ilícitos. Como ya dije, las peculiares características de comisión de los delitos de corrupción de funcionarios conllevan a que, en el momento actual, resulte necesario y racional instituir la imprescriptibilidad de estos hechos.

Para finalizar, y con el propósito de defender el rol que ha de cumplir la Constitución, a saber, limitar el poder del Estado y no extenderlo de forma indefinida en detrimento de la libertad de los ciudadanos, considero que se puede aprobar la imprescriptibilidad de los delitos mediante una norma con rango de ley (anteriormente se hizo para el caso de los delitos de lesa humanidad), es decir, sin necesidad de invocar una reforma constitucional. De esta manera, es decir, mediante ley, se establecería una institución, la imprescriptibilidad, necesaria por la coyuntura social y, a la vez, se dejaría intacto, esto es, no se transgrede, el rol inherente a la Constitución en un Estado de Derecho.


* Aunque parecía que el 14 de septiembre de 2000, tras la difusión del video Kouri-Montesinos, la clase política se distanciaba de la corrupción, en realidad, al día de hoy, nuestro país sigue sufriendo los embates de esa perversión. La falta de honestidad y de compromiso social de muchos funcionarios aún se mantiene, por lo menos desde los últimos 15 años.

** Esta es una diferencia fundamental con los delitos convencionales, normalmente cometidos fuera de estructuras organizadas vinculadas con funcionarios estatales, delitos en los que, pese a su gravedad, por esa falta de relación con el poder político, no se justificaría la imprescriptibilidad de su persecución.

*** Es claro que la lucha contra la corrupción exige adoptar una serie de medidas, no sólo en el terreno del Poder Legislativo, por eso también constituye una decisión acertada el haber destinado un presupuesto adicional al Poder Judicial para implementar el Sistema Especializado en Delitos de Corrupción de Funcionarios, cuyas labores iniciaron el pasado 01 de abril.

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