Populismo punitivo ¿criminalización de conductas o eficiencia del sistema persecutor?

Populismo punitivo ¿criminalización de conductas o eficiencia del sistema persecutor?

Los ciudadanos de todas las latitudes estamos amedrentados por el fenómeno criminal. Evidentemente, es distinto el tipo de delincuencia por el que sienten temor los residentes de cada país. En Francia, por ejemplo, la intranquilidad se propaga frente al terrorismo de corte islámico; en México, frente al narcotráfico y, en Perú, frente a la delincuencia común que, en mayor o menor medida, está vinculada también al narcotráfico (la declaratoria de emergencia en el Callao es una clara muestra de ello).

Pareciera, eso sí, que, en el caso peruano, la magnitud del temor ciudadano frente a la delincuencia no se corresponde con la realidad, sobre todo si se tiene en cuenta que en países como México, Brasil y Honduras, siendo mayor el fenómeno criminal, sus ciudadanos se sienten menos inseguros que nosotros (COSTA, Gino y ROMERO, Carlos, ¿Quiénes son delincuentes en el Perú y por qué?, Lima, 2014, p. 45). Muchos son los factores que podrían explicar esta falta de correspondencia. No es este el lugar para analizarlos. En cualquier caso, lo cierto es que, en nuestro país, la delincuencia es una realidad y que su nivel es alarmante.

Ante esta inseguridad, la ciudadanía reacciona y demanda la acción del poder político para disminuir a límites racionales la comisión de delitos. El representante popular (el legislativo o el ejecutivo mediante legislación delegada), en la medida en que ha sido elegido para defender los intereses de la colectividad, está obligado entonces a atender esa demanda. Frente a este escenario, la pregunta es ¿Cómo debe atender el poder político ese pedido? ¿Con qué instrumentos ha de dar respuesta a los ciudadanos?

Desde hace algún tiempo, el Derecho penal se ha convertido en una herramienta de control político. Las pasadas elecciones presidenciales dieron buena cuenta de ello (instaurar un sistema de penas acumulativas, construir cárceles en parajes inhóspitos, declarar estados de emergencia, eliminación del servicio policial 24×24, fueron algunas de las propuestas de los candidatos). Son dos los factores por los que el Derecho penal es ya un instrumento político. La primera, que en política las decisiones han de ser rápidas, so riesgo de ser considerado un gobernante ineficaz. La segunda, que el Derecho penal, hoy por hoy, sigue siendo el mecanismo de control social más fuerte del que se dispone. La combinación de ambos elementos lleva a los políticos a recurrir –cada vez más– al Derecho penal como mecanismo para hacer frente a eso que atemoriza a la ciudadanía. Si luego el objetivo no se alcanza, es decir, si la legislación penal emitida no logra disminuir la delincuencia, los políticos, al menos, quedaron bien ante la opinión pública pues, frente al fenómeno criminal, actuaron rápido y con el mecanismo de control social más enérgico. La ineficacia de las leyes penales genera, al menos, rédito político.

Ahora bien, si se analizan con detenimiento, las demandas colectivas ante la inseguridad ciudadana, no deben ser entendidas, en definitiva, como demandas por más legislación penal (creadora de delitos y agravadora de las penas de los ya existentes) sino demandas orientadas a que el sistema persecutor de crímenes sea eficaz. En efecto, cabe preguntarse si hacía falta crear el delito de feminicidio, agravar la pena del delito de asociación ilícita (ahora banda criminal) o crear el delito –y luego agravar su pena– de homicidio calificado por la condición de la víctima. La respuesta es, sin lugar a dudas, negativa. Nuestro país nunca se ha caracterizado precisamente por carecer de leyes penales. Éstas, las que han existido, por el contrario, no sólo han criminalizado un número de conductas más que suficiente para enfrentar la delincuencia sino que, además, las penas para esos comportamientos siempre han sido severas (al margen de que la proporcionalidad intra-sistemática, que debería existir entre los distintos delitos, se eche de menos en nuestro Código Penal desde hace ya bastante tiempo).

No existe, pues, un déficit de leyes penales que haga que la batalla contra la inseguridad ciudadana se deba librar en el terreno de la criminalización de conductas o en el de la agravación de sus castigos. En todo caso, si se tiene que acudir a la legislación para enfrentar eficazmente la delincuencia, esta legislación debería estar orientada, fundamentalmente, insisto, a mejorar el sistema de persecución criminal. Y es que el común de los delincuentes no se motiva por lo que está escrito en los códigos penales. El común de ellos, por no decir todos, sabe que sus conductas están penadas. En realidad, cualquier persona intuye acertadamente lo que está penado (puede, quizás, no saber el quantum de la pena establecida). Lo que el delincuente evalúa al momento de decidirse por la comisión del delito es, principalmente, el grado de probabilidad de ser descubierto y efectivamente sancionado (una pluralidad de estudios, como los de DRACA, MACHIN, EVANS, OWENS, GOULD, STECKLOV, DI TELLA y SCHARGRODSKY, afirman que el aumento de la actividad policial en las calles, esto es, el aumento de la certeza objetiva de llegar a ser castigado, reduce la tasa de delincuencia).

Por eso, son acertados el Decreto Legislativo 1291, que establece mecanismos para erradicar la corrupción en la PNP; el Decreto Legislativo 1316, que regula la cooperación de esta institución con los Municipios para fortalecer el sistema de seguridad ciudadana; el Decreto Legislativo 1318, que establece la formación profesional de la PNP y el Decreto Legislativo 1298, que, como regla, amplía el plazo de la detención preliminar de 24 a 72 horas. Sin embargo, si estos decretos en la práctica no refuerzan el sistema persecutor, puede augurarse la falta de eficacia, y con ello certificar el mero simbolismo, del Decreto Legislativo 1244, que agrava la pena del delito de asociación ilícita (al que ahora pasa a denominar delito de banda criminal), del Decreto Legislativo 1323, que crea los delitos de agresiones contra las mujeres o integrantes del grupo familiar, de explotación sexual, de esclavitud y de trabajo forzoso y del Decreto Legislativo 1351, que crea, entre otros, los delitos de falsedad genérica agravada y de cohecho activo y pasivo propio e impropio en el ejercicio de la función policial (estos tres delitos, en definitiva, son claros exponentes de la sobre-criminalización o, mejor dicho, re-criminalización de comportamientos pues se trata de delitos superpuestos a los tipos generales ya previstos).

En conclusión, aunque los Decretos Legislativos dictados por el Gobierno con la finalidad de reducir los índices de inseguridad ciudadana merecen el voto de confianza de la ciudadanía, no está de más recordarle al poder político que, antes de crear delitos, agravar las penas de los ya existentes y prohibir beneficios penitenciarios, ha de trabajar, primero, en atrapar al delincuente y por eso todo esfuerzo legislativo debe estar orientado, fundamentalmente, a ese propósito.

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