Si usted vive en Perú o tiene algún vínculo con este país, muy probablemente esté indignado por el escándalo del “Vacunagate”. Políticos, servidores públicos y empresarios decidieron que no podían “darse el lujo” de morir de Covid-19 y optaron por vacunarse en secreto con dosis “de cortesía” entregadas graciosamente por la farmacéutica Sinopharm. En paralelo, el Perú ya superó la cifra de muertos de la primera ola del 2020 y han fallecido casi 300 médicos debido a la pandemia.
En medio de este escándalo de múltiples y severas repercusiones aparecen posiciones (seguramente bien intencionadas) “pragmáticas” preocupadas porque la indignación por el Vacunagate genere “ruido” y eso tenga efectos negativos sobre, por ejemplo, el proceso de vacunación, o sea utilizado políticamente por actores igualmente cuestionados como el congreso para generar “inestabilidad”. En esa línea, la necesidad de mínimos éticos generaría “riesgos” y “costos” que en este momento el Perú no se puede permitir como, por ejemplo, remover funcionarios que ya tienen “experiencia” en las negociaciones y gestión de la pandemia. Yo denomino a esta postura la de los “sobrecostos éticos”.
La premisa anterior quizás le resulte absurda, o incluso le genere aún más indignación. Sin embargo, me temo que se trata simplemente de una nueva (aunque extrema) derivación del consecuencialismo ético que el Perú parece venir tolerando década tras década. No es si no una especie de versión edulcorada del “roba, pero hace obra”.
Este pasivo conformismo generalizado con la falta de ética que ahora nos muestra su rostro más infame parece estar enraizado en una serie de “sentidos comunes” que no terminamos de rechazar aún hoy. Sentidos comunes que, por ejemplo, normalizan el afirmar cosas como que “todos tenemos un precio”. En Development as Freedom, Amartya Sen menciona que corrientes de pensamiento de esta naturaleza consideran que la democracia, la equidad y, yo agrego, la ética son “lujos” que están muy bien, pero que los países pobres o de ingreso medio no se pueden permitir. Son cosas de ricos.
Quienes defienden esta posición se equivocan. Una sociedad en la que se instala y tolera cínicamente la falta de ética se fragmenta y se torna inviable. La desconfianza generalizada se extiende, la percepción de injusticia crece y los lazos sociales se debilitan gravemente. El Estado, los privados, y en general toda persona fuera de nuestro “circulo” se vuelve sujeto de sospecha. A su vez, esto refuerza la idea de que el Estado “se aprovecha” y de que “no sirve para nada”, lo que da incentivos a quedar fuera de su radar, con las consecuencias que la pandemia ya nos ha mostrado que eso tiene.
No hacer “ruido” sobre el Vacunagate tampoco ayuda a blindar el proceso de vacunación. Todo lo contrario, la percepción de opacidad puede contribuir a generar aún más desconfianza en un momento en que es crucial que toda la población confíe en las vacunas. El silencio cómplice tampoco ayudará a restablecer la confianza internacional en instituciones peruanas de investigación que no son capaces de salvaguardar principios elementales de ética de la investigación científica. No seamos ingenuos, ninguna iniciativa internacional de investigación seria se arriesgará a exponerse a un escándalo de esta naturaleza que puede poner en tela de juicio los resultados de las propias investigaciones.
Es absurdo pensar que preservar la ética pública y conocer toda la verdad cuanto antes es rival en relación a la continuidad y efectividad de las políticas públicas. Tampoco implica permitir que la válida indignación de la ciudadanía sea utilizada por actores políticos cuestionables para generar más caos. Tolerar, encubrir y normalizar las prácticas antiéticas tiene consecuencias muy concretas: fomenta la corrupción y termina perjudicando a los propios usuarios de los servicios provistos por el Estado. Todo esto termina acrecentando las desigualdades en favor del grupo que tiene mayores ingresos, poder e influencia. ¿Cuánta más desigualdad seremos capaces de tolerar durante esta pandemia? ¿Hasta qué punto seguiremos aceptando pasivamente que la probabilidad de sobrevivir a la pandemia esté fuertemente condicionada por cuánto dinero se tiene en el bolsillo, o a qué “contactos” se tiene acceso?
La ética no es un lujo abstracto, ni un “costo”, sino una condición de posibilidad de una sociedad funcional que sea capaz de preservar dimensiones absolutamente mínimas del bienestar de todos, entre ellas la capacidad de vivir. En el año del bicentenario de la Independencia del Perú quizás haya llegado el momento de dejar a un lado el cinismo para entender y aceptar radicalmente que sin ética no hay presente, menos aún futuro.
Autor:
Jhonatan Clausen, profesor del Departamento de Economía de la PUCP, director (e) de investigación del IDHAL.
Las opiniones presentadas en este artículo no necesariamente reflejan la posición institucional del IDHAL ni de la PUCP.
Muy de acuerdo con ud profesor, toda acción carente de ética y principios morales está inclinada a favorecer a algunos y perjudicar a muchos, es tiempo de equilibrar la balanza para el bien de todos, y si a alguien hay que favorecer, que estos sean los de menores recursos.
Muy de acuerdo y muy interesante tema