La situación de crisis que vivimos, asociada a la pandemia del COVID-19, es el inevitable “lugar de enunciación” desde el cual vamos tratando de reorientar el sentido de las categorías que veníamos utilizando para comprender el mundo. Es lo que ocurre al hablar de ética pública en este contexto. La mirada de los ciudadanos y ciudadanas giran hacia el Estado y hacia quienes ejercen funciones públicas y de gobierno, demandando con urgencia respuestas eficaces a la emergencia sanitaria como a sus efectos en lo social y lo económico. El reclamo de fondo es por cómo fue posible que durante tantos años el Estado no haya priorizado el bienestar de las personas y ofrecer servicios públicos básicos que permitan cuidar la vida, salud, educación y trabajo de las personas.

¿Desde qué instancia pueden regularse y coordinarse esfuerzos de diversos actores para promover esquemas de desconfinamiento social y reactivación económica que armonicen con el cuidado de la salud pública? ¿Cómo asegurar la provisión de recursos para la bioseguridad en los distintos territorios? ¿Cómo frenar la discrecionalidad de las decisiones en el ámbito público en momentos donde se han flexibilizado los controles debido a la emergencia? Y, pensando en el futuro, ¿qué apuestas de políticas públicas renovadas marcan la agenda de la pospandemia? ¿Van a poder crearse condiciones para que los derechos laborales puedan ser protegidos en condiciones precarias de empleo o subempleo? ¿Se va a poder asegurar conectividad y acceso a tecnologías para proteger el ejercicio del derecho a la educación o expandir la inclusión financiera? Aunque las opciones de respuesta a estas preguntas sean diversas, tienen un aspecto en común: se espera y necesita un protagonismo particular del Estado y de quienes lo conforman. En palabras del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, el Estado ha vuelto a tener centralidad[1].

Han sido décadas donde un modelo de desarrollo dominante apelaba a un Estado mínimo y con pocas capacidades. Cuando quizás requeríamos de más Estado para más personas, voces dentro y fuera de la esfera estatal reclamaban por reducirlo y dejar que las fuerzas del mercado sean quienes regulen la vida social. Se suma el hecho que nuestro sistema de representación política haya seguido reglas de juego que no han permitido que contemos con gobernantes con voluntad política o capacidad suficiente para impulsar y hacer sostenibles políticas de Estado. Los esfuerzos por implementar políticas públicas con visión de Estado han terminado muchas veces en la etapa de planificación, en reformas inacabadas, o en intervenciones piloto. Las debilitadas capacidades estatales dejaron espacio a que otros poderes e intereses sean los que terminen condicionando o dirigiendo la acción pública desde el Estado. Todo ello, ha llevado a la consolidación de lo que la CEPAL ha denominado la cultura del privilegio, por sobre una cultura de la igualdad[2], una en la que “el bienestar de la sociedad se aborda de manera conjunta, con provisión de servicios y bienes públicos que todos usan y consumen” y en la que el Estado “consigue proveer buenos servicios con alcance universal en materia de salud, educación, transporte, seguridad, servicios básicos y medio ambiente” (UN-CEPAL 2018: 34).

Además de estos factores relativos a nuestras precarias estructuras e instituciones políticas, podemos agregar la debilidad estructural del empleo público. Es importante reconocer los importantes avances en materia de reforma del servicio civil en la última década, sin embargo, sigue en proceso la superación de un esquema de distintos sistemas y modalidades de vínculo laboral que aún prevalece en buena parte de las entidades públicas, sobre todo las del ámbito subnacional. Ello no permite que se consoliden capacidades técnico-burocráticas que redunden en mayores niveles de eficacia en la gestión pública. En el extremo, la expectativa de contar con un servicio público de calidad termina convirtiéndose en desconfianza ciudadana hacia la administración pública y en indiferencia de muchos funcionarios hacia los administrados, cuando no en impotencia ante la acción de grupos y mafias que llegan al poder para saquear al Estado.

La crisis actual ha mostrado crudamente no solo las brechas de desigualdad en el acceso a bienes públicos y el diferenciado ejercicio de derechos ciudadanos, sino también que ha dejado al descubierto las múltiples debilidades de un Estado que no se ha ubicado a la altura de los desafíos que implica el desarrollo humano sostenible. Los efectos de la pandemia por COVID-19 revelan de múltiples formas lo limitada ha sido la acción estatal para intentar alcanzar niveles mínimos de bienestar para sus ciudadanos y ciudadanas, particularmente para los más vulnerables.

En los últimos años, la reflexión ética en el ámbito de la función pública se ha desplegado por medio del lenguaje de la integridad. Desde el Estado, se busca crear un sistema de integridad que promueva estándares de ética pública por medio de distintos mecanismos de control y rendición de cuentas. No hay duda que la integridad pública sigue siendo un horizonte válido para la acción del Estado y el comportamiento de quienes ejercen funciones públicas. Cuando los ciudadanos y ciudadanas de a pie demandan comportamientos éticos en quienes trabajan en el Estado, lo hacen diciendo: “que hagan bien su trabajo”, “que piensen en la gente y no en sus bolsillos”, “que los servicios lleguen a todos”, “que no roben y usen bien los recursos” o “que nos traten bien”. Son frases que ya se repetían antes de la crisis que enfrentamos y que ahora se pronuncian en contextos de sufrimiento y vulnerabilidad ante la inminencia de la enfermedad, el acecho de la muerte, la incertidumbre de contar con los recursos necesarios para asegurar la sobrevivencia del hogar y la amenaza del desamparo.

Las consideraciones éticas para quienes trabajan en el Estado, sin ser nuevas, cobran mayor relevancia en el momento que vivimos. Pensar en el rol del Estado y en la necesidad que los funcionarios y funcionarias orienten su quehacer hacia la protección, cumplimiento y garantía de derechos ciudadanos en un marco de integridad, son cuestiones que ya formaban parte central de la reflexión ética dirigida al quehacer para la función pública. A lo que invitan estos tiempos es a radicalizar y extender dicha reflexión. No solo es la nueva centralidad del Estado y del rol de quienes trabajan en él y lo representan; es la nueva centralidad de lo público, la necesidad y urgencia de pensarnos desde un “nosotros” diverso y desde horizontes comunes como seres-en-vínculo que somos.

Notas:

[1] GONZÁLEZ, Diego (2020) Boaventura de Sousa Santos y la cruel pedagogía del virus. Entrevista a Boaventura de Sousa Santos. Bogotá: El Tiempo, 02/06/2020. Disponible en: https://www.eltiempo.com/bocas/entrevista-con-boaventura-de-sousa-santos-501262?fbclid=IwAR0tn3irMTadnFwSUJ_vbnAy6ZsXGjaKoX7ZdZpUtx53ZJa8jxv2c71VQJc

[2] NU-CEPAL (2018) La ineficiencia de la desigualdad. Santiago: UN-CEPAL. Disponible en: https://www.cepal.org/es/publicaciones/43442-la-ineficiencia-la-desigualdad.

Autor:

Franciso Merino Amand, Profesor del Departamento Académico de Ciencias de la Gestión PUCP y Coordinador de Formación de la Dirección Académica de Responsabilidad Social DARS-PUCP.

Las opiniones presentadas en este artículo no necesariamente reflejan la posición institucional del IDHAL ni de la PUCP.

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La centralidad de lo público desde un enfoque ético. Una lectura desde la crisis

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