En casi 24 horas, varios funcionarios y profesionales que habían construido una esforzada y buena reputación la perdieron, sin posibilidad de recobrarla. Este es uno de los tantos efectos corrosivos del escándalo político de las vacunas.
Es necesario recordar que la vida pública de nuestros tiempos es ahora escrutada más que nunca. Y la corrupción, esa suerte de perversión de la vida pública, se manifiesta a través del soborno, el favoritismo, como hemos visto en estos días. Pero para que la corrupción se convierta en escándalo, tiene que hacerse pública. No es entonces que antes había menos corrupción, sino que no se hacía pública. Y, además, como bien señala John B. Thompson en su ya clásico libro “El escándalo político”, en los regímenes democráticos aparecen más escándalos, porque existe competencia abierta por el poder, porque la reputación es un valor importante y porque existe una relativa autonomía de la prensa y las condiciones del ejercicio del poder son más libres. Pero en estos tiempos, el ejercicio del poder está acompañado de una mayor visibilidad de los políticos.
De la misma manera, gracias a los medios de comunicación, se han creado nuevas relaciones con los ciudadanos, haciendo que los políticos y autoridades sean mas vulnerables. De esta forma, a mayor visibilidad pública, mayor riesgo. Y también, a mayor crecimiento y complejidad de redes comunicativas, mayor probabilidad que aparezcan situaciones más impredecibles e incontrolables, en un contexto en que las redes sociales están al alcance de cualquiera. Por todo lo anterior, se hace más difícil mantener en secreto los actos y la vida de los que detentan el poder. Es por eso que el escándalo de las vacunas, tarde o temprano, iba a saltar a la arena pública.
Esta situación trastoca la relación de lo público y lo privado. Es así que las palabras y los actos pronunciados o efectuados de manera privada, como ha ocurrido tantas veces, pueden adquirir inesperadamente un carácter público, provocando situaciones embarazosas o reveladoras de graves delitos.
Pero los escándalos también son espacios de luchas por el poder simbólico en las que están en juego la reputación y la confianza. Por eso, los opositores a este gobierno y al anterior buscan sacar provecho del descrédito y la pérdida de reputación de los involucrados. No inventan. Aprovechan y hasta buscan pasar por buenos actos y buenos políticos a aquellos que fueron repelidos por la ciudadanía. Así es la lucha por el poder.
Si el escándalo produce irritación, repulsa y rechazo, sobre todo, genera desconfianza. En este caso, de los gobernantes, de los políticos, de las instituciones e, incluso, de la ciencia, que se había ganado un lugar en la lucha contra la pandemia. De tal manera que si bien el escándalo desata una dinámica higiénica y visibiliza el uso y abuso del poder, también favorece a los pescadores de río revuelto. A los que gustan del juicio sumario y el desprestigio de las honras de la mano de las ‘fake news’. El ciudadano se vuelve más descreído y sensible de la voz explicativa y cautelosa, prestando audiencia a los enfurecidos que con voces altisonantes y abultados adjetivos piden el paredón. Este escenario, con una campaña electoral y pandemia, es más volátil: los incendiarios tienen más oportunidades de vencer que los bomberos (El Comercio, lunes 22 de febrero del 2021).