Se ha conformado la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, convocada por el Ejecutivo y que tiene el encargo de presentar propuestas y recomendaciones para que, a su vez, puedan ser presentadas al Congreso de la República que, haciendo uso de sus atribuciones, se encargará de debatir y aprobarlas si así lo estima conveniente. No reemplaza o sustituye a ningún órgano o poder político. Es una comisión consultiva que trabaja con autonomía y ad honórem, por espacio de dos meses. Hay, sin embargo, algunos aspectos que hay que tener en cuenta para abordar tan importante encargo.
Lo primero que habría que tener claro es que la sola reforma política no cambia la realidad. Es necesario que se dote de capacidades estatales para que los efectos positivos de la reforma sean debidamente canalizados. Para eso la voluntad política de las élites es fundamental. Si los principales líderes políticos no se comprometen con la reforma, como muchas veces ha ocurrido, esta fracasará, por lo que deberán frenar a los congresistas que puedan sentir que sus intereses peligran. Tarea difícil.
Lo segundo: no se puede atribuir a la reforma efectos que no necesariamente tiene, por lo que cuando estos no ocurren en el corto plazo, se considera todo un fracaso. De nada valen controles, por ejemplo, sobre fiscalización del dinero mal habido en la política, si la Policía Nacional, el Ministerio Público, el Poder Judicial o la contraloría no hacen bien su trabajo.
Tercero, no es lo mismo reforma política que reforma electoral. Esta última es solo parte de la primera. La reforma política abarca los diseños institucionales. Por ejemplo, reformar aspectos relacionados con el tipo de presidencialismo, la bicameralidad o la figura del primer ministro, por citar algunos, conlleva un alto grado de impacto en los diversos ámbitos de la vida, por lo que necesariamente pasa por reformas constitucionales. De la misma manera, una reforma electoral está también condicionada si se trata de modificaciones en la Constitución (por ejemplo, segunda vuelta, revocatorias, voto obligatorio, etc.) o si se trata de modificaciones solo de las diversas leyes electorales o de partidos. Evidentemente, la primera tiene más impacto que la segunda.
Cuarto: toda modificatoria de la ley no necesariamente es una reforma. Pero toda reforma requiere modificaciones de las normas. Por eso, no es lo mismo eliminar el voto preferencial, elevar el umbral de representación para las alianzas electorales, crear la circunscripción de peruanos en el extranjero y otorgar financiamiento público directo para las campañas, que solo modificar artículos relativos a temas de exigencias y controles para la inscripción de candidaturas. Las primeras producen una reforma electoral. La segunda solo modificaciones de la ley.
Quinto: no es coherente plantearse objetivos institucionales que no son correspondidos con las medidas planteadas. No se puede afirmar, por ejemplo, fortalecer partidos políticos en el Perú y mantener el voto preferencial. Tampoco se puede otorgar dinero público a los partidos sin hacer los ajustes de mayor control y supervisión. Menos se puede combatir el golondrinaje si no se establece más tiempo para supervisión de domicilio y penalidades efectivas.
Sexto: quizá lo más peligroso. Hacer propuestas que no partan de un mínimo diagnóstico, sean parciales y carezcan de prevención de impactos. Esto es frecuente en muchas propuestas legislativas. Lo cierto es que, si bien lo perfecto es enemigo de lo bueno, también es cierto que no modificar nada o solo lo mínimo no tiene por qué abrigar esperanzas de que las instituciones mejoren y que se produzca una representación política de mayor calidad (El Comercio, jueves, 27 de diciembre del 2018).