Si alguien pensó que el tema del incremento del bono de representación parlamentaria pasaría a un segundo plano, ya sea por las fiestas de fin de año o por que el tiempo mata escándalo, pues se equivocó. El descrédito del Parlamento es de tal envergadura que una medida de esta naturaleza es justamente aquella que no muere rápido, pese a que ayer la Junta de Portavoces dejó sin efecto el incremento de los gastos operativos.
En términos racionales, es claro que los parlamentarios deben estar entre los mejores pagados de la administración pública. En un sistema democrático, a diferencia de los designados, los cargos elegidos tienen un valor especial, pues nacen de la voluntad popular, traducido en voto. Representar no es pues poca cosa, aun cuando en nuestro país, para algunos parlamentarios, poca cosa es representar.
El bono de la discordia fue además, como se ha demostrado, un incremento salarial encubierto, pues no se rinde cuenta sobre el mismo y se lo grava con impuestos. Lo peor es que este aumento se hizo en medio del desprestigio del Congreso y la negativa de incremento a otros servidores públicos, que han visto congelados sus ingresos más de una década. La forma y la oportunidad, muy importante en política, han sido así las menos atendidas.
El tema, sin embargo, tiene aristas tan y más complicadas que no desaparecerán así nomás, pese a la decisión de dar marcha atrás al discutido incremento.
El Congreso es la institución propia de los partidos políticos y donde se expresa más claramente la representación, por lo que su constitución dice mucho, tanto de los elegidos, como de los electores. Sobre estos últimos, se dice poco y se los asume como componentes de un cuerpo víctima de los abusos y traiciones de sus elegidos. Pero, en realidad, nuestros parlamentarios son muy representativos de lo que hoy es el electorado peruano. Es decir, ganado por figuras populistas, cautivado por la prebenda, volátil en sus decisiones, desinteresado de los asuntos públicos e irresponsable de su voto. En otras palabras, el Parlamento expresa, más que nada, a nuestro electorado.
Asimismo, si los partidos eran débiles, sin organización, con direcciones extremadamente personalistas y no se había modificado sustantivamente las reglas de juego institucionales, así como la relación entre candidatos y electores se mantenía igual, era previsible que este Parlamento, no tenía por qué ser distinto, ni mejor que el anterior.
Lo que cambió –y mucho– fueron los parlamentarios, no las prácticas, ni las fuentes de la participación, los partidos políticos. Así, en este Parlamento tenemos 105 nuevos congresistas de 130 y el del 2006 cobijó a 95 nuevos, de un total de 120 parlamentarios. Estamos delante de representantes que, con contadas excepciones, no han tenido experiencia política, carecen de identidades partidarias firmes, difícilmente han tenido cargos de responsabilidad importante y, ahora muy importante, no han tenido nunca ingresos tan altos. En este contexto el incentivo por ser legislador es alto.
Si los parlamentarios no han atendido el rechazo que provoca su medida, tampoco han entendido o no quieren entender que el impacto en diversos niveles es negativo. No ha llegado ni a la mitad de su período de mandato y la evaluación, por parte de la opinión pública, es muy baja. Con esta medida, es claro que el descrédito decrece, permitiendo que voces irresponsables miren con simpatía y chantajeen indirectamente, con el recuerdo del golpe del 5 de abril de 1992.
Desde el Ejecutivo no se hace mucho –especialmente con su bancada, que es la más numerosa– para cambiar las cosas y, desde los partidos, la opinión de su líderes carece de autoridad para doblegar a representantes, que gozan los alcances de ser hijos del voto preferencial. Hay pues un círculo perverso que erosiona sin cesar la representación política. Si los diagnósticos son claros y las reformas están en la mesa, lo que falta es una firme voluntad política de las élites y una mayor presión de la sociedad civil (El Comercio, 9 de enero del 2012).
Da gusto un análisis serio y ponderado, que felizmente está muy lejos de la simplonería intelectualoide, a favor y contra de la medida, que en la gran mayoría de los casos, ha prevalecido y destacado en el debate de las últimas semanas. Urge pues rescatar al Congreso de la República del perverso círculo vicioso a que se alude el autor, lo cual como es evidente, pasa por educar al elector, tarea que como es obvio, está intímamente ligada a la muy necesaria y casi siempre postergada reforma del Sector Educación y muy en particular de la carrera magisterial.
SERA COINCIDENCIA QUE CADA VEZ QUE SE INICIA UNA MANDATURA,SIEMPRE SE CREEN CON DERECHO A UN JUGOSO INCREMENTO.DESCONOCEN EN ABSOLUTO QUE ES EL SUFRIDO CONTRIBUYENTE DE A PIE EL QUE SOSTIENE ESOS INMERECIDOS SUELDOS .BUENO Y COMO CUANDO LLUEVE ,TODOS SE MOJAN ,QUIENES SI REALIZAN SU TRABAJO A CONCIENCIA, QUE SON POCOS ,QUE ALECCIONEN A LOS QUE NO LO HACEN.GRACIAS .