Si hay un bien que se consume menos de lo que compra, ese es el libro. Quien gusta de leer, difícilmente ha leído todo lo que ha comprado, con lo que seguramente esa brecha crece cada año. Sin embargo, a diferencia de un disco o un video, el libro requiere más tiempo para consumirlo, en este caso leerlo, de la misma manera que más espacio para almacenarlo. Pese a ello, a diferencia del disco y video, pocas veces uno lee más de una vez un libro. La relación con los libros es pues más compleja y difícil de sobrellevar. Por eso es necesario invertir más de lo que normalmente se cree.
Julio Ramón Ribeyro, en “El amor a los libros”, diferenciaba al buen lector, del amante de los libros. Mientras el primero se relaciona con los libros de manera pragmática, pues el buen lector los usa y los olvida, el amante de los libros establece una relación física con ellos. El libro no es un conjunto de páginas impresas, sino un cuerpo al que no solo se tiene que leer, sino olerlo, palparlo, alinearlo en un estante e incorporarlo a este patrimonio tan personalísimo. Me considero en este segundo grupo, como seguramente muchos de ustedes. Como recuerda Ribeyro, cuando uno compra un libro, lo toca, pasa las páginas, lo huele, muchas veces no quiere que se lo empaquete, coloca su nombre y lo forra, porque debe estar bien cuidado y mostrar que tiene propietario. Los amantes de los libros son, además, aquellos que colocan notas, resaltan las líneas más relevantes, lo que lo hace un ejemplar único. Esa relación de posesión, se manifiesta claramente en su negativa y horror de prestar un libro. Pero de la misma manera, no gusta que le presten uno, pues esa relación física se pierde.
Cuando uno pasa de la edad de libros regalados a comprados, necesita de librerías donde adquirirlos, pues si bien hay ahora muchos libros que se venden a través de internet, no hay como dedicar un tiempo a pasear por una librería. Uno se puede pasar hasta horas en una librería, conociendo las novedades, encontrando nuevas ediciones o algún libro que ya lo tenía por perdido. Lima, a diferencia de ciudades como México, Buenos Aires o Bogotá, solo tiene un puñado de buenas librerías, como son los casos de El Virrey, Sur y Cummunitas. Se extraña, a los Juan Mejía Baca, Carlos Milla Batres o Humberto Damonte, grandes libreros y editores. Por eso, aprovechando cada viaje, hay que visitar librerías y regresar con libros, especialmente aquellos que no se consiguen en Lima.
Se necesita también un tiempo para leerlos. No solo aquel necesario para el trabajo, que se trata de libros especializados, sino aquellos necesarios para vivir mejor, sobre todo literatura. Ese tiempo extra encontrado es el que hace de la lectura una enemiga, sobre todo, de la televisión. Algunos lo pueden compartir con la música, pero no con la televisión.
Pero lo que más se necesita es el espacio para tenerlos. Al pasar de una fila a un estante, de un estante a varios de ellos, se termina teniendo una biblioteca particular. No todos pueden. Pero incluso los que tenemos esa fortuna, el problema no desaparece. Por lo que hay que tomar medidas drásticas, deshacerse de algunos libros. Como cualquier amputación, resulta dolorosa. Lo cierto es que con el tiempo, uno se da cuenta que algunos libros ya no interesan o no los volverá a leer nunca. De esta manera, cada cierto tiempo, yo hago un repase de libros. Ahora me desprendo de esos libros, sin culpa. Los dono a alguna biblioteca.
Felizmente, van a llegar a alguna biblioteca, mejor destino que los de don Rigoberto, de la novela de Mario Vargas Llosa, quien le recordaba al arquitecto que diseñaba su casa, que: “Los cuatro mil volúmenes y los cien grabados que poseo son números inflexibles. Lo que significa que, por cada libro que añado a mi biblioteca, elimino otro (…) Al principio, regalaba los libros y grabados sacrificados a bibliotecas y museos públicos. Ahora los quemo, de ahí la importancia de la chimenea”. Por eso, los amantes de los libros, deben alejarlos de los amigos y de las chimeneas (La República, 3 de enero del 2013).