La encrucijada en la que se debate la oposición es si debe o no participar de esto, que denomina farsa electoral. Quienes pregonan el boicot electoral y por lo tanto abstenerse de participar, consideran que hacerlo es avalar y legalizar el anticonstitucional propósito del presidente en ejercicios. Lo hacen desde la esquina de los principios y la lealtad a la democracia. Pero, éstos, generalmente no son candidatos y posibles candidatos, sino líderes de opinión y analistas políticos. En el Perú, sin embargo, la táctica del boicot ha sido enarbolada en diferentes momentos, con poco éxito. En 1931, lo planteó el PC con motivo de las elecciones que consagrarían como presidente a Sánchez Cerro y que fue impugnada por el APRA. Este partido cubrió el espectro dejado por los comunistas. Más cerca, a finales de los setenta, Acción Popular llamó a la abstención en las elecciones a la Asamblea Constituyente. Nadie más lo siguió y los electores acciopopulistas fueron a parar a las filas pepecistas, que tuvieron dicho sea de paso su mejor votación histórica. En esta década, con motivo de la realización de las elecciones del CCD, los partidos que fueron defenestrados del anterior Congreso después del golpe de 1992, decidieron no participar. Sólo lo hizo el PPC. El APRA, AP e IU vieron como sus votantes realizaron un giro sin retorno a otras tiendas políticas, posibilitando no sólo el triunfo holgado del oficialismo, sino también la aparición de nuevos grupos como Renovación, Code y el fortalecimiento del FIM, entre otros. Y es que en el Perú, la abstención no ha sido política común de los partidos, sino eje de principismos de pocos.
La abstención de algunos no produce el efecto deseado, salvo que quien lo haga sea un partido muy poderoso. Una DC chilena, un justicialismo argentino o un partido Colorado uruguayo, pero no nuestras endebles organizaciones que no están en capacidad de producir estas inmolaciones sin costarles casi la vida. Por lo demás, parece ser que los electores peruanos son propensos a las presencias constantes y no a las ausencias prolongadas, por más notables que ellas sean. Como en la televisión, los políticos como los hombres de la pantalla chica, tienen que aparecer o pasan al olvido. El problema para los políticos es que desaparecer por cinco años es demasiado, en un país que en 20 años duplica su población electoral.
Por su lado, quienes pregonan participar en las próximas elecciones lo hacen desde un punto de vista pragmático. Saben que un resultado favorable forma parte de la probabilidad escasa. Pero, en este tipo de elecciones hay dos apuestas que tiene dos lógicas distintas. La elección presidencial y la parlamentaria. La primera, es un juego de todo o nada. Este juego, en un sistema presidencialista como el nuestro, se torna más complicado cuando las reglas de juego y los métodos de premiar y castigar las monopoliza el presidente Fujimori. Los candidatos opositores tienen como única posibilidad de enfrentarse al presidente-candidato, no sólo con propuestas, sino proyectando la imagen de fortaleza y credibilidad. Fujimori tiene la primera, pero no tanto la segunda. Pero, lo que seduce y atrae a los electores del presidente es esa imagen de poder y autoridad, en un país que se espanta y está curado ante la inestabilidad y el desgobierno. Pero para presentar aquella imagen, lo primero que ayuda es la unidad de candidatura. Hasta ahora Fujimori gana, como vértice de la unidad oficialista, contra la dispersión opositora. Pero, la unidad de candidatura no será suficiente para la oposición. De nada vale una buena plancha presidencial interesante, sino comunica lo que quiere proponer al país. Allí aparece el otro reto, pues los grandes medios de comunicación juegan al papel de embudo. La parte ancha y libre para el presidente, la angosta y pequeña para los opositores. Asimismo, una candidatura opositora deberá enfrentarse a la agresión de los periódicos amarillos alentados y con la venia gubernamental y la física, como demuestra los últimos episodios ante el JNE, en donde el pandillaje con olor a hampa está siendo reclutado para enfrentar la movilización política. Es decir, la oposición enfrentada al aparato estatal. Hasta ahora nadie ha podido derrotar a un presidente candidato aquí, si no releamos la historia de Leguía, y en otros países de la región, sino preguntémosle a los argentinos con Menem, a los brasileños con Cardoso y a los venezolanos con Hugo Chávez. Es decir, los opositores se enfrentan concientemente a una competencia que saben que tienen la gran posibilidad de perder.
¿Qué ganan, entonces participando?. En primer lugar, la pequeña esperanza de derrotar en una segunda vuelta al presidente Fujimori. Pero, esta esperanza la tienen todos, por lo que se convierte en el principal obstáculo para producir la unidad. Cada candidato cree que puede ser ese segundo de la primera vuelta, que lo encumbre a ser el primero de la segunda vuelta. El sistema electoral de dos vueltas genera así sueños y dispersión. Pero, también juega el cálculo político de la ganancia en las elecciones parlamentarias que tienen otra lógica. Y aquí si bien el cálculo es político, impedir un parlamento monocordemente oficialista, también es personal, pues hay una larga lista de expectantes políticos que quieren seguir en la brega parlamentaria y otros que quieren acceder a esta élite selecta de los 120. Y esta legítima expectativa de los cálculos personales, juega como enemiga de una lista unitaria, pues los puestos se reducen, así algunos les digan que las posibilidades crecen. Los líderes opositores enfrentan así principios versus pragmatismo, unidad opositora versus reafirmación partidaria. Ellos nos dirán este fin de semana por que lado de la balanza se inclinan.
(Canal N, Lunes 3 de enero del 2000)