Una de las zonas más erosionadas de la democracia en los últimos años ha sido la información veraz. Vivimos en la era de la posverdad y del negacionismo. No se trata solo de mentir, sino de atacar a quienes dicen la verdad, producir desinformación, generar desconfianza en las instituciones y atizar la polarización. Los ejemplos abundan: los antivacunas, los terraplanistas, quienes niegan el calentamiento global o, en nuestro caso, la supuesta inexistencia de los “Cuellos Blancos” o el “fraude” en las elecciones de 2021.
El profesor Lee McIntyre, docente de Ética en la Universidad de Harvard, explica en su libro La desinformación que el negacionismo científico aparece el 15 de diciembre de 1953 en Estados Unidos, cuando las empresas tabacaleras acuerdan combatir la evidencia que vinculaba el consumo de cigarrillos con el cáncer de pulmón. Tuvieron éxito hasta 1998, cuando fueron sancionadas y se comprobó que desde el inicio conocían el daño que causaban. El negacionismo ha sido utilizado por gobiernos y políticos de todos los colores, con recursos económicos y el concurso de medios, profesionales, constitucionalistas, publicistas y operadores políticos.
En el Perú tenemos un ejemplo claro: negar el resultado de las elecciones de 2021 y propalar, por todos los rincones, que existió fraude, pese a que todos los organismos internacionales señalaron que el proceso fue limpio. Fue una mentira que cumplía las cinco características descritas por McIntyre. Primero, se usan solo las pruebas que convienen, como errores en algunas actas, pese a que los miembros de mesa son sorteados públicamente y hay derecho a tacharlos. Segundo, se crean teorías conspirativas, como la supuesta colusión de los organismos electorales, ignorando que el proceso involucra a decenas de miles de personas durante meses y que Pedro Castillo recién aparece en marzo. Tercero, se emplean razonamientos ilógicos, como afirmar que votaron niños, cuando se trataba de electores con DNI antiguos. Cuarto, se recurre a falsos expertos, como un criptoanalista que afirmó sin pruebas que hubo fraude. Quinto, se exige demostrar que no hubo fraude, en lugar de probar que sí lo hubo.
Pese a que todos los argumentos fueron desmontados, algunos políticos aún sostienen esa narrativa. Los “fraudistas” sí lograron desinformar y sembrar desconfianza en los organismos electorales, que hoy alcanzan niveles críticos. Los “asesinos de la verdad”, como los llama McIntyre, pueden ser pocos, pero han convertido a muchos en creyentes usando el viejo principio de Joseph Goebbels: repetir la mentira hasta que parezca verdad. Este riesgo estará presente en el proceso electoral en curso. La principal víctima será, una vez más, la democracia (Perú21, lunes 22 de diciembre del 2026).


