En el Perú, la protesta del 15 de octubre no surgió de la nada. Es la expresión más reciente de un país que lleva años acumulando frustración, desconfianza y cansancio frente a una clase política que parece gobernarse a sí misma. En menos de una década hemos tenido siete presidentes y un Congreso que, lejos de actuar como contrapeso, se ha convertido en el verdadero centro del poder. Su prioridad no es reconstruir la legitimidad perdida, sino llegar a las elecciones en medio año conservando sus cuotas de control. Esa mayoría parlamentaria que con una mano se conmueve y con la otra aplaude la represión trata de administrar la crisis, no resolverla.
El actual gobierno interino de José Jerí intenta proyectar dinamismo personal con un gabinete de tono y en tono policial y militar. Pero la autoridad no se impone: se construye. Su primera gran prueba —la movilización nacional del 15 de octubre— terminó con un muerto, más de un centenar de heridos y una capital bajo estado de emergencia. En lugar de reconocer el mensaje de fondo, el poder respondió con una narrativa ya conocida: los manifestantes serían violentos, manipulados o incluso terroristas que buscan desestabilizar al país.
Esa lectura no resiste el examen de la realidad. Las protestas habían sido convocadas antes del cambio de mando y reunieron a jóvenes, trabajadores y ciudadanos que reclaman, sobre todo, seguridad y representación. No salieron a destruir, sino a hacerse oír. Que en medio de esa multitud grupos identificables recurrieran a la violencia no anula el carácter legítimo de la movilización, del mismo modo que un abuso policial no convierte a toda la institución en criminal. Reducir el conflicto a un enfrentamiento entre “demócratas” y “subversivos” es una forma de simplificar un malestar que es más profundo y transversal. Repiten lo ya vivido en el 2022/2023. Parece que no han aprendido nada.
La muerte de Eduardo Ruiz Sanz, de 32 años, por un disparo policial simboliza esa fractura entre Estado y ciudadanía. No es un hecho aislado, sino el resultado de una respuesta que entiende la protesta como amenaza y no como síntoma. Cuando el Estado recurre al uso desproporcionado e irracional de la fuerza y las instituciones justifican la represión con el argumento del orden, lo que se erosiona no es solo la confianza: se degrada la idea misma de democracia.
El Congreso, que teme repetir las escenas de 2020, con un Merino como presidente por cinco días, respalda sin matices al Ejecutivo para evitar otra caída. Gobernar en emergencia permanente puede dar la apariencia de control, pero es, en el fondo, una admisión de impotencia. La estabilidad no se impone; se construye con legitimidad. Y esta, en el Perú, se ha vuelto un bien escaso (Perú21, lunes 20 de octubre del 2025).


