La llamada “ley seca” es una disposición anacrónica e ineficaz. Surgió en algunos países de América Latina a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, en un contexto muy distinto al actual: las jornadas electorales se extendían por varios días, las mesas de votación se instalaban en espacios públicos como plazas, y en algunos casos el sufragio aún no era secreto. En ese escenario, el consumo de alcohol generaba desórdenes, riñas, tomas de mesas y episodios de violencia. Sin embargo, esas condiciones ya no existen.
En el Perú, esta medida prohíbe la venta de bebidas alcohólicas, pero no su consumo. Su ineficacia es evidente: no impide que la ciudadanía beba durante la jornada electoral, pues basta con adquirir las bebidas antes de la entrada en vigor de la veda. En cambio, sí genera un perjuicio económico considerable para los comerciantes, especialmente aquellos del sector de alimentos y bebidas, que ven afectadas sus ventas sin una razón justificada.
Asimismo, representa un costo adicional para el Estado, ya que los gobiernos locales deben emitir ordenanzas específicas para cada proceso electoral y desplegar personal para fiscalizar su cumplimiento. Por lo demás, en caso de que una persona o grupo altere el orden público por consumo de alcohol, las fuerzas del orden cuentan con mecanismos suficientes para intervenir de manera puntual y eficaz, sin que ello justifique una prohibición general.
No existe evidencia de que la “ley seca” haya producido efectos positivos en la calidad o integridad del proceso electoral. Por el contrario, los perjuicios son tangibles. Por ello, su derogación no solo sería razonable, sino también deseable: es altamente probable que, de eliminarse esta disposición, no se registre ningún impacto negativo en el desarrollo de las elecciones.


