En nuestro país, una persona es asesinada cada cuatro horas. La inseguridad ciudadana no es solo una percepción: mata. El crimen organizado opera con una impunidad sin precedentes, mientras las autoridades son incapaces de detenerlo.
El Congreso ha reformado el Código Penal en múltiples ocasiones, pero lejos de fortalecer la lucha contra la delincuencia, ha terminado incentivando a mafias, corruptos y criminales de todo tipo. Mientras tanto, el número de víctimas sigue en aumento, y el actual ministro del Interior permanece en su cargo, aunque podría ser censurado en los próximos días. Si cae, lo hará a un alto costo, que cobrarán quienes lo han sostenido en el poder.
Es cierto que un cambio de ministro no resolverá de inmediato la crisis de seguridad, pero el fracaso de la política del sector Interior no necesita de más estadísticas para evidenciarse. La responsabilidad de este desastre no recae solo en el ministro Santibáñez, sino en todo el gobierno y en los políticos y autoridades que lo respaldaron.
Por ahora, no hay luz al final del túnel. Sin embargo, en medio de la oscuridad, hay una verdad ineludible: nunca en la historia del Perú, ni en gobiernos democráticos ni autoritarios—el oncenio de Leguía, el ochenio de Odría, el docenio militar o el decenio de Fujimori—se ha visto tal inestabilidad en el Ministerio del Interior. Desde 2021, entre las gestiones de Pedro Castillo y Dina Boluarte (que le falta más de un año), se han sucedido trece ministros del Interior, una cifra sin precedentes en la historia.