No debe causar sorpresa lo ocurrido en las elecciones regionales y municipales con relación a los partidos políticos. Esta situación tiene raíces en el siglo pasado. El sistema de partidos configurado a finales del gobierno militar, compuesto por el PPC, AP, el Apra e Izquierda Unida, fue amplio ideológicamente y plural. Eran partidos organizados nacionalmente con vínculos en la sociedad. Sumados, los cuatro partidos alcanzaban el 90% de los escaños en el Parlamento, la casi totalidad de los ministros en los diversos gabinetes eran dirigentes y/o profesionales miembros de los partidos de gobierno y representaban a la sociedad. En las elecciones municipales de 1980, por ejemplo, los partidos ganaron en 140 de los 154 municipios provinciales; en 1983, conquistaron 146 de 159; y en las de 1986, lograron obtener 172 de 180, gobernando arriba del 90% de los municipios.
Sin embargo, la década de los 80 estuvo atravesada por tres flagelos: la peor crisis económica –con niveles de inflación históricos–, la violencia terrorista desatada por Sendero Luminoso y el crecimiento del narcotráfico. La quiebra del Estado y la irresponsabilidad de las élites hacia un país ingobernable incrementó no solo la informalidad en la economía. El edificio partidario se resquebrajó, abriendo espacio a Alberto Fujimori, que le sumó un potente discurso antipolítico y antipartidario.
En los 90, el desplome del sistema partidario se mostró claramente con la caída acelerada del apoyo electoral y de militantes de los partidos de tradición histórica, como mostraban sus escaños en el Congreso y, a nivel subnacional, perdiendo la mayoría de los municipios frente a las listas locales. Prueba de esto es que, en las elecciones de 1998, AP, el PPC y el Apra apenas ganaron en 11 municipios provinciales de un total de 194. En adelante fueron desplazados a nivel nacional por nuevas organizaciones, frágiles organizativamente y recreadas alrededor de su fundador o dueño. Se trató de partidos personalistas: Cambio 90, Nueva Mayoría, Vamos Vecino, Perú 2000 (Alberto Fujimori), Obras (Ricardo Belmont), Somos Perú (Alberto Andrade), Frente Independiente Moralizador (Fernando Olivera), Perú Posible (Alejandro Toledo), Partido Nacionalista (Ollanta Humala), Peruanos Por el Kambio (Pedro Pablo Kuczynski), así como Solidaridad Nacional (Luis Castañeda Lossio), Alianza Para el Progreso (César Acuña), entre otros.
Estos partidos podían desplazar a los partidos tradicionales, ganar la Presidencia de la República o el Congreso, pero su naturaleza personalista, informal y de gran fragilidad organizativa, les impidió tener duraderas raíces subnacionales. Es por eso que, desde el 2002, no les ha sido difícil a los movimientos regionales –entonces recién creados– ganar un promedio de dos terceras partes de los gobiernos regionales y locales, pero cargando con un sello de nacimiento: reproducían a nivel regional los males del nivel nacional. De esta manera, el espacio dejado libre por los débiles partidos fue ocupado por un sinnúmero de movimientos regionales, creando un archipiélago representativo. Estas organizaciones tienen escaso tiempo de vida, pocas mantienen durante dos períodos un gobierno regional y se observa un constante cambio de candidatos de una organización a otra, reduciendo la política a las actividades e intereses personales. En consecuencia, hoy los partidos nacionales y los movimientos regionales son, sobre todo, vehículos electorales, de los que, luego de la estación electoral, todos se bajan y, a la siguiente, varios se suben a otros. Es el mejor escenario para el acceso de políticos aventureros y mafiosos que han poblado listas en cada elección. Con este panorama, no se podía esperar algo distinto el 2 de octubre. Así fue (El Comercio, martes 11 de octubre del 2022).