Cuando se discute el problema de la representación política, suelen atribuirse todos los males al ámbito nacional y se minimiza lo que ocurre en el subnacional, entendido este como el de alcance regional y local.
Los partidos políticos han tenido tradicionalmente la función de agregar y sistematizar intereses sociales. De tal manera que presentaban candidaturas en todos los niveles de representación política: presidencia, Parlamento, municipios y, posteriormente, gobiernos regionales. De manera parecida ocurría en otros países. El resultado era que un grupo acotado de partidos concentraba la representación de arriba hacia abajo. Pero existían pequeños y dispersos lugares, sobre todo a nivel distrital, en donde ganaban listas locales, que en alguna época transitaron bajo el nombre de “independientes”. Eran, de alguna manera, la excepción. Mal que bien los partidos integraban y sus autoridades respondían por un lado a sus electores y, por otro lado, a sus respectivos partidos.
Con el desplome del sistema de partidos a finales de los ochenta, todo esto se trastocó. Como señalamos en esta columna la semana pasada, los partidos de tradición histórica fueron desplazados por los nuevos y emergentes, pero solo en el nivel de la representación presidencial y parlamentaria. A nivel subnacional, los tradicionales se redujeron y los emergentes no tuvieron incidencia. Ese gran espacio fue ocupado inicialmente por esas listas “independientes”, como ocurrió en las elecciones municipales de la década del ochenta, creando una gran diáspora en todo el territorio nacional.
Pero a inicios de este siglo, concurrieron tres eventos: proceso de regionalización, crecimiento económico y Ley de Partidos Políticos. El resultado fue que importantes recursos y funciones pasaron a los gobiernos regionales, se permitió que se crearan los llamados “movimientos regionales” y se consolidó una representación subnacional propia y casi desconectada de la nacional. En medio del descrédito de los partidos, se fue desarrollando un fuerte proceso de “desnacionalización” de la representación política. Pero si bien estas organizaciones regionales triunfaban, no articulaban representación regional sino tan solo departamental.
Se observó la creciente proliferación de organizaciones de alcance regional (departamental), provincial y distrital, lo que llevó a una atomización partidaria extrema. Sin embargo, progresivamente también las listas locales, vale decir las de alcance provincial y distrital, también decrecieron, a favor de las regionales.
Pero estas organizaciones regionales, al lado de tener mucha responsabilidad política –varios gobiernos regionales y municipios vieron crecer sus arcas gracias a las mayores transferencias del tesoro público o el canon, donde están presentes las industrias extractivas–, no eran exigidas de cumplir con obligaciones como ocurría con los partidos políticos nacionales.
En concreto, al lado del debilitamiento de los partidos políticos se han fortalecido las organizaciones regionales. El problema es que la mayoría de estas han tenido una vida efímera, desarrollan un alto personalismo en la organización, reproduciendo y potenciando muchos de los males que cargan los partidos nacionales. En consecuencia, lo que se está formando es un grupo de líderes regionales sin organización, pero con recursos y poder.
Un país con esta configuración representativa transita por un riesgoso camino cuyas evidencias son cada vez más notorias: desarticulación política, falta de control y corrupción. Una reforma política debe enfrentar este problema (El Comercio, jueves 14 de febrero del 2019).
*El autor es presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política.