No existe evento deportivo ni de otra naturaleza –incluidos los Juegos Olímpicos– que interese y apasione como el fútbol, donde todo puede ocurrir, como se vio en el último Mundial Brasil 2014. Que eliminen a tres campeones mundiales en la primera ronda, que goleen al campeón mundial vigente y que el país anfitrión sufra la misma suerte no se ve en otros deportes colectivos. Lo visto en esa oportunidad es una de las manifestaciones más intensas de lo que puede mostrar este grandioso deporte. Que lo imprevisible o inesperado ocurre y coloque como cara y sello la alegría y el dolor, el festejo y el sufrimiento, la gloria y la humillación, lado a lado. Por eso mismo, el fútbol atrae y apasiona como ningún otro deporte en el mundo.
Sin embargo, no todo es imprevisible ni dejado al azar y la fortuna. Ya Jaime Cordero y Hugo Ñopo, en su recomendable libro “La fórmula del gol”, han demostrado que el éxito en el fútbol responde a determinantes entre las que se encuentran la inversión pública en educación, la inversión en el deporte y en el fútbol en particular. No por gusto los campeones mundiales han sido Alemania, Inglaterra, Italia, España y Francia, en el caso de Europa y Argentina, Brasil y Uruguay en el caso de América Latina. En estos niveles no existe sorpresa.
En nuestro caso, no cumplimos con los requisitos para estar entre los equipos que encabezan el concierto mundial. Nuestro campeonato lo conforman equipos carentes de capacidad competitiva a nivel internacional. Se invierte poco y lo que se ha logrado ha sido, sobre todo, por el esfuerzo de la dirigencia de la federación con una visión renovada, un entrenador que ha logrado dotar de confianza a un equipo sin grandes figuras, pero fuertemente cohesionado. Pero esto no se sostiene en el tiempo.
En nuestro país, el fútbol ha sido el espectáculo de la informalidad y la vergüenza. Se generó un grupo de dirigentes impresentables que vivían del fútbol, con malas gestiones, multiplicando deudas, con una vida institucional precaria. En medio de este clima viciado se multiplicaron jugadores que saltaron de anónimos de barrio a estrellas del césped y la farándula, con sueldos impagables y conductas no profesionales.
Y es que en el fútbol también se genera poder. Y el poder de quienes lo ostentaron no solo ha sido nocivo para el propio fútbol, sino que ha ocasionado una enfermedad endémica, de alcances insospechados. Si no se invierte de manera seria en el deporte, los resultados podrán favorecernos por un tiempo, pero tarde o temprano desnudarán nuestra pequeñez. Se debe apuntar alto, pero para eso es necesario desarrollar un proceso que involucre políticas públicas en educación y deporte, y atracción de la inversión privada. Solo así nuestra ilusión no se apagará en un Mundial (El Comercio, jueves 14 de junio del 2018).