Pese a que es de sentido común, nunca está demás recordar. El sistema democrático requiere tiempo para producir sus efectos positivos. Solo recordar lo siguiente de nuestra corta vida democracia. Cuando este 28 de julio el ganador de la contienda electoral reciba el mando de parte del actual Presidente, habrá ocurrido un hecho histórico. Será el cuarto presidente peruano elegido de manera consecutiva, quizá solo comparable con lo sucedido a inicios del siglo XX, cuando Guillermo Billinghurst recibió el cargo en 1912, como el sexto presidente elegido de manera consecutiva, luego de Nicolás de Piérola, Eduardo López de Romaña, Manuel Candamo, José Pardo y Barreda y Augusto B. Leguía. Fueron diecisiete años de estabilidad política, que se vio interrumpida por el golpe de Estado encabezado por Óscar R. Benavides.
Posteriormente, en ningún período histórico tuvimos más de tres presidentes que nacían del voto popular, pues se producían golpes de Estado como los dirigidos por Manuel A. Odría (1948), Juan Velasco Alvarado (1968) y Alberto Fujimori (1992). Un elemento común de estos tres casos es que se trataba de gobiernos minoritarios, pues carecían de una mayoría en los respectivos parlamentos, no pudiendo resistir el conflicto que se suscitaba entre poderes del Estado.
Sin embargo, en el presente siglo a los gobiernos post fujimoristas dirigidos por Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, pese a ser también gobiernos sin mayorías parlamentarias, no les ha sobrevenido rupturas constitucionales, pese a que gran parte de sus períodos de gobierno han experimentado una alta desaprobación ciudadana.
Sin embargo, las elecciones de este año, así como el gobierno que nazca de ellas, se juegan en un contexto distinto a las tres anteriores. Si los tres gobiernos post autoritarismo se beneficiaron del mayor ciclo de crecimiento de la economía peruana del último medio siglo, este no va a ser el caso del próximo gobierno que como los anteriores es probable que no tenga mayoría en el Congreso.
Lo preocupante, sin embargo, es que la debilidad institucional sin crecimiento económico es una relación que no se está tomando en cuenta. Luego del desplome del sistema de partidos a inicios de los noventa no se ha podido reconstituir ningún otro que lo reemplace satisfactoriamente. Los partidos y las instituciones representativas son sujetos de desaprobación ciudadana de manera permanente.
Pero desde los noventa, gracias a la estabilidad económica, se ha instalado la idea fuerza que el país se puede seguir desarrollando, así la política esté mal. La locomotora económica se encargaría de arrastrar los vagones de carga, pues la política por si sola, no tiene autonomía y produce efectos no significativos.
Para decirlo de otra manera ¿Cuánto tiempo podemos seguir viviendo con los tremendos déficits institucionales que tenemos? ¿hasta cuándo se puede seguir con partidos e instituciones representativas altamente desaprobadas, con un Congreso fraccionado y con representantes cada vez de más baja calidad, con un diseño institucional de presidencialismo parlamentarizado sumamente peligroso, con instituciones cada vez más vulnerables a la corrupción y al dinero ilegal? Si nada ocurría con crecimiento económico ¿porqué tenemos que pensar que ocurrirá lo mismo sin él?.
La despreocupación de las élites es de tal envergadura que hasta ahora no se escucha ninguna propuesta de ningún candidato sobre qué y cómo hacer con nuestras instituciones políticas débiles y deterioradas.
Un cuarto Presidente elegido de manera consecutiva no es solo una cifra en un ranking, sino la posibilidad de que el tiempo ofrece de intentar construir instituciones representativas y cimentar una cultura de convivencia democrática que solo se produce conjugando voluntades políticas con ideas. Pero en la presente campaña, de esto hasta ahora no se habla (La República, 10 de enero del 2016).